El irrefragable crecimiento de las ciudades, la caliginosa e imperturbable demografía y la ignota circulación de mercancías, fatídica suerte, fortuna o destino urden para el «hombre del subsuelo», de la calle, mejor conocido por su duradero nombre, esto es, por el nombre `average man´. El hombre promedio, que ni prevarica ni se unge de latría o de dulía, el laico que no ambiciona ni pide, comentando versos de Guillermo Blest, recuerdos fatuos o vivencias vastas, representa la verídica cara de la sociedad industrial, embozada perennemente con metales lustrosos de carromatos briosos a fuer de tecnocracia, de hierro pulido con manos obreras y de febril movimiento fabril. El sociólogo que se hunde en la sociedad industrial peligro corre de abrazar fantasmas (idealismos económicos), de perseguir errores (moralismo burgués), de darle voces a la soledad (teoría política) y de adorar marmóreas costumbres (etnocentrismo).
Martin Buber, filósofo judío que creía con fervor en la alteridad (como Marcuse, Levinas y Gadamer), sostenía que la «química social» puede conocerse adentrándonos en las relaciones concretas que hay entre las mentalidades y empuñando el estructuralismo, pero uno limpio de inocencia (estructuras filosóficas sin «ismos», en bárbara prosa dijéramos). Los sociólogos, como los artistas, crean los entes que estudian y registran, construyen lo que quieren ver o querrían ver, como teólogos, y se remiten al arte, a las teorías estéticas de los literatos, avezados analíticos del lenguaje, de la imantación social. Shaw, el cítrico Shaw, tronaba contra la burguesía, la explicaba a través del lenguaje, nota primordial y harto útil para conocer la cosmovisión o laxa filosofía de pueblo cualquiera. Pierre Bourdieu, citando a Labov en conferencia pronunciada en el año 1980, de lo mismo parla, pues dijo: «Labov ha puesto de manifiesto que los obreros, en Estados Unidos, presentan una resistencia muy fuerte a la aculturación en materia de pronunciación porque, según él, identifican inconscientemente su acento de clase con su virilidad». La sociología, viéndose en estrechezas léxicas, pregunta: ¿es, por ventura, el lenguaje vía directa para conocer la substancia del pensamiento de una persona, de una tribu, de un pueblo o de un país? Al punto, Borges diría que sí, Lévi-Strauss diría que sí, Unamuno diría que sí, y toda la falange de sociólogos modernos, de estructural alcurnia, diría que sí, que la nítida separación silábica habla de claridad intelectual (semántica), que la utilización de luengos grupos consonánticos habla de educación regia o de barbarismo (como en el alemán), que las proposiciones de aliento largo hablan de ilación filosófica (como en el hebreo), que la creación de literatura propia barrunta idiosincracias fortísimas. En la obra Dickens conocemos las precarias condiciones vitales de una Inglaterra pasada, pero las conocemos no imaginando las escenas pintadas por Dickens, sino atendiendo la jerga de sus personajes. Y lo mismo acaece en la obra de Bukowski, de Shepard y Balzac, de Stendhal y Bradbury, autores todos que en obra pusieron sus preocupaciones sociales echando mano del arte. La filosofía pura, por sociólogos usada, da flores, formas, pero el arte, usado por los mismos, da frutos, substancia presta a ser esculpida por científicos. Nos hemos granjeado, luego de tales lucubraciones, una tesis: no hay pasivos objetos sociológicos de estudio, sino problemáticas activas, que ciertamente deberán ser solucionadas, que no sólo explicadas, por los sociólogos. La verdad, rastreada por la ciencia, pretende hacer lógico el mundo, darle un sentido moral y estético. Protófitos en mundo de prototipos, encontremos las causas de una problemática, y para saltar cismas y llegar a lo cierto, citemos a Rafael Cansinos Assens, que dice (`El arrabal en la literatura´): «El arrabal se ha formado, desde el primer momento, de un modo aventurado e incierto, al bueno y vago acaso, sin solemnidades ni auspicios, a la manera de las construcciones madrepóricas. En un principio, lo pueblan los descontentos de la ciudad, los espíritus precarios que no pueden soportar el grave decoro cívico, todas esas indeterminadas criaturas –escorias o primicias sin elaborar– que se escalonan triste o airadamente sobre las peñas de los aventinos». A la lógica científica constreñirle no podemos a hechos no auspiciados por ella, puesto que la lógica es argucia tratante de formalidades (burguesas relaciones sociales, hipótesis o creencias, categorías mentales o acondicionamientos históricos), no de materias (acontecimientos bélicos, pobreza), y menos de la materialidad (política económica, economía política, diría Lenin). Posible es ilustrar lo kantiano citado con versos de Walt Whitman, sabedor de los problemas que padece el `average man´. El de Long Island dice (Canto III del `Canto a mí mismo´): «Si falta uno, faltan los dos./ Y lo invisible se prueba por lo visible,/ hasta que lo visible se haga invisible/ y sea probado a su vez». En la línea primera se denota Buber, que, como hemos dicho, siempre quiso que la antropología, como la sociología, fuesen ciencias hechas de binomios, de alteridades, sean personales, sean sociales o nacionales. Quiere la suerte que engendra arrabales que el `average man´, multitudinario, sufra soledades y que no pueda, como Lope, acompañarse de pensamientos propios, mas sí ajenos. He ahí problemática ingente. ¿Las ideas adoptadas por el `average man´ le sirven al tal para solucionar sus menesteres? ¿Cómo llegaron tales ideas y cómo es que perviven y cómo se ejecutan? ¿Acaso las ideas industriales han causado que el `average man´ confunda, por ejemplo, la noción de grosor (forma) con la de cantidad (fondo)? Dostoievski, citado por Bajtín, parece contestarnos (pasaje cito de la obra llamada `Sueño de un hombre ridículo´): «Todo se cumplía como en un sueño, cuando uno pasa por encima del tiempo y del espacio y de las leyes de la existencia y la razón y tan sólo se detiene en los puntos que el corazón había soñado». Cándido, nuestro ridículo ignora tiempo, espacio, y se rige con el segundero del amor, es decir, no gusta de la ciencia, aunque sí de la creencia. Kant, erudito en cavilaciones psicológicas, en su `Crítica de la Razón Pura´ afirma que «la aprehensión mediante la mera sensación ocurre en un momento y no por medio de la síntesis sucesiva de muchas sensaciones, y por tanto no va de las partes al todo». El sociólogo discreto, por de contado, sabe que por medio de las creencias u opiniones no se llega a las caliginosas zonas de la filosofía social, que difícilmente se troca en senda «magnitud extensiva», pero sí en vacuas representaciones momentáneas y fragmentarias. «El conocimiento no comienza con percepciones u observación o con la recopilación de datos o de hechos, sino con `problemas´», aseveró Karl Popper en ponencia llamada `La lógica de las ciencias sociales´. Concluyamos que la sociología es ciencia constructiva, arte, no onerosa indagación. Imagen cortesía de
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