Para un hombre como Hegel, sí, uno como Roger Bacon es un místico ocupado en descifrar los enigmas que el infinito mundo ofrece. Para un racionalista de la cepa de Descartes todo lo que no pueda meterse en los compartimientos de la matemática es deleznable. Para un pensador como Francis Bacon, al que erróneamente se le atribuyeron las obras de Shakespeare, la filosofía medieval, que quería razonar los signos de lo divino, es baladí y hasta funesta. Parece que el espíritu medieval ha resurgido en la cabeza de un medievalista nacido en Italia, de uno que gusta de la alta cultura y de la cultura popular sin padecer arcadas culteranistas. Tal hombre se llama Umberto Eco y se ha propuesto entender y sistematizar los infinitos atributos de Dios empuñando teorías semióticas y fundando, de una vez y para siempre, el saber semiótico. Toda ciencia, si no quiere ser mera especulación o disciplina, debe acotar su campo de estudio. Pero acotar, más que limitar, es aceptar las incapacidades y necedades de nuestra razón, que es finita, pero que puede agrandarse con el estudio de la metafísica, que de brújula funge en toda `Weltanschauung´. Decía el profundo Immanuel Kant que benéfico es reducirlo todo a fórmulas, pues sólo así es posible medir resultados y aplicar exámenes, anales de lo concreto. ¿Qué es la semiótica? Eco suministra esta definición: «la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir». Si con ese disfraz puedo pasar por mujer, tal disfraz es objeto de estudio de la semiótica, pero si con ese mismo disfraz no puedo engañar a alguien, entonces no es del interés semiótico, pero sí del dramático. Necedad parece toda rigidez o la poca elasticidad teórica, pero es necesaria cuando una ciencia nace. ¿A qué lanzarnos al mar con una barca nimia? ¿A qué echarnos a una cueva honda, como el Quijote, sin suficiente soga? Vamos, como decía Edmund Husserl, construyendo nuestro saber poco a poco, ladrillo a ladrillo, `epojé´ a `epojé´. Kant, en su `Crítica de la Razón Pura´, lanzó la recortada advertencia: «Tampoco puede esta ciencia ser de una longitud grande, descorazonada, porque no tiene que tratar de los objetos de la razón, cuya multiplicidad es infinita, sino sólo de sí misma, de problemas que nacen en su seno». Desde la Antigüedad los pensadores han arrostrado lo múltiple, lo que cambia. Hoy, más incrédulos que antes y más confundidos que antes, nos gusta meditar en el relativismo, triquiñuela de epistemólogos sin oficio. ¿Para qué semiología? Para desquijotizar las cosas. Desquijotizando, ¿qué ganamos? Mucho: hacemos que todo idealismo falaz pierda su atuendo, hacemos que toda política de empujes germánicos pierda su encanto, hacemos que las cosas sigan siendo cosas y no símbolos y que los símbolos que importan, como los nacionalistas, no sean esgrimidos como viles objetos bélicos o raciales e irracionales. Eco, pregunta: ¿es la semiótica una disciplina autónoma o un simple instrumento? Los estructuralistas dirán que es instrumento, pero los artistas que es una disciplina. Desquijotizad la palabra «disciplina», eufemismo de la palabra «ciencia». Si algo resulta de nuestro interés, dicho algo merece ser estudiado sea o no sea «ciencia». El semiólogo no puede ser como el Quijote, que en todo veía simbolismos, pero tampoco puede ser como Sancho Panza, que en todo veía ecuaciones. El Quijote trataba lo ideal con saberes racionales y Sancho lo racional con supercherías populares. Umberto Eco es un Quijote que procura manejar los signos con instrumentos finos, filosóficos, pero también con instrumentos vulgares, con la epistemología de James Bond. Eco baja de la filosofía a la estética y de ésta a la semiótica, esto es, baja de la reminiscencia (`Nous´) a la substancia (`Spiritus´) y de ésta a la existencia (`Hilemorfismo´), o por mejor decir y usando sus palabras, va de la «fuente» y de la «señal» al «transmisor» y al «canal», y por último al «destinatario». Tal proceder, sostendría Marx, es burgués, allanador, homogéneo, incorrecto. La semiótica, desde una perspectiva naturalista, no busca el bosque, sino los árboles y la relación que hay entre ellos. Si al revés se hace uno cae en territorios ajenos, cae en la etnología de los habitantes del bosque, que han podado los árboles, o en el atomismo del biólogo, que ha fertilizado las raíces de los tales. Un signo, citando al chileno Huidobro, crece como un árbol, y por tal hay que escrutar su semilla, su semiosis. Eco, pensando en los límites de la semiótica, dijo: «Efectivamente, el proyecto de una disciplina que estudia el conjunto de la cultura, descomponiendo en signos una inmensa variedad de objetos y de acontecimientos, puede dar la impresión de un `imperialismo´ semiótico arrogante». Una teoría general sobre los signos hará que a largo plazo todos los signos obedezcan a una misma raíz o etimología (como cuando decimos que todas los romances son de jaez latino), y nos regresará, así, al panteísmo, al monismo, al racionalismo de los siglos XVI y XVII. Más que teorías, mapas: más que saltar de la hipótesis a la experimentación, hagamos análisis kantianos, minuciosos, y luego preguntemos: ¿tales simbologías pueden mantener su estructura después de nuestros «dinamíticos» o explosivos (el neologismo es mío) análisis? Si pueden, hemos encontrado códigos (`ways of validation´), pero si no, hemos encontrado una arbitrariedad (`ways of discovery´), un mito, una simple función significante. Karl Kraus usaba el método mentado en el mundo del periodismo. Él, el maravilloso y judío Kraus, recortaba sospechosos fragmentos de artículos y los colocaba, cual nota musical, junto a textos de estética sonora o literaria disímil. ¿Qué pasaba? Devenían contrastes explosivos, pues una ley abogacil aparentemente lógica parecía ilógica cuando convivía con un fragmento de Shakespeare. Leamos algo que dijo Pierre Bourdieu sobre Kraus (`Manual del combatiente contra la dominación simbólica´): «¿Qué hace Kraus tan terrible para suscitar semejante furor? (Todos los periódicos se han puesto de acuerdo para callar su nombre, lo que no le ha salvado de la difamación). Algo cuyo principio da en una frase que me parece que resume lo esencial de su programa: `Aunque cada día no haga otra cosa que copiar o transcribir textualmente lo que hacen y dicen, me tratan de detractor´. Esta espléndida fórmula enuncia lo que se puede llamar la `paradoja de la objetivación´». ¿Conclusión? El semiótico es un comparador `par excellence´, un Quijote que perennemente dilucida si su escudero sigue siendo escudero con escudo o sin él.
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