El mundo, nadie lo ignora, está hecho de blasones, emblemas, escudos; unos se mueven, cambian, y se llaman símbolos, mientras que otros son quietos, estáticos, y se llaman signos. Cuando arrostramos una situación compleja, es decir, que no podemos interpretar con el lenguaje, que no podemos trocar en ente temporal, digerible, asimos los signos, lo perdurable. En el tiempo, nos decía Kant, hay cosas que duran, cosas que cambian y cosas que se presentan simultáneamente. Las ciudades, mientras más grandes son, más signos y símbolos irradian; y el hombre, expuesto a la multiplicidad, a la simultaneidad, a la anfibología, siente que se vuelve loco. Las religiones, nos cuenta Valéry, y sobre todo el Cristianismo, saben cómo darle orden al mundo, y por ende también cómo hacer que el ser humano se sienta en paz, calmo, quieto. Nuestra inteligencia, a diferencia de la animal, reacciona ante los estímulos, pero también ante la realidad. El animal percibe, discierne y se pone «en marcha», diría Zubiri, pero no para mientes en que el sábado siguiente posiblemente no tendrá qué comer; el hombre, en contraste, antes de percibir ya está discerniendo algo, lo que sea. El perro no olfatea el problema que resolverá en quince días, pero el hombre sí. El animal se pone «en marcha», busca su comida, su seguridad, y logradas ambas cosas yace; el hombre, distinto, busca su alimento y su certeza, y es justo en los momentos pacíficos cuando empieza a ser hombre, cuando empieza a elucubrar la existencia y a preguntarse qué hace aquí, aquí en este mundo y no en otro. El mundo, hecho de signos para el perro y de signos y de símbolos para el hombre, es manipulado por la mano, extensión de una inteligencia que se harta de la quietud, pero que al mismo tiempo la busca. El hombre es un ser que busca lo sólido para clamar, seguro, al cielo. El arte, decía Wordsworth, es emoción recordada y plasmada en la tranquilidad. Una institución sería, metamorfoseando las cosas, signo, en tanto que el lenguaje, sea cual sea, sería símbolo. Le transmitimos al prójimo, al hijo, valores viejos con un lenguaje nuevo, y el prójimo, para entender lo que oye, ejecuta un acto de «actualización». ¿Qué es la «actualización»? Los filósofos modernos, que no aceptan la diferencia que hay entre la esencia y la existencia, entre la forma y el fondo, afirman que lo «actual» es una realidad comprendida históricamente. Las situaciones, sentimos, cambian con el correr del tiempo, y quien comprende que tal cambio se debe a tal o cual causa, comprende la «realidad» concreta y no sólo alegórica. León Felipe, en hermosa poesía, dice que somos como caballos que fácilmente olvidan el último obstáculo saltado. Ludwig Wittgenstein, lingüista con revelaciones místicas, es decir, con representaciones en el magín que difícilmente podían expresarse con la palabra, en su libro `Observaciones Filosófica´ nos dice: «Cada vez que digo que en lugar de tal y cual representación se podría también usar esta otra, damos un paso adelante hacia el objetivo de atrapar la esencia de lo que es representado». ¿Qué quiere darnos a entender Wittgenstein? Que sí, que sí hay esencias, fondos, significados ocultos. Entonces, si hay esencias, seguramente habrá algo esencial en el lenguaje, ora pictórico, ora literario, que se nos emboza. ¿Por qué, según Bajtín, la obra de Dostoievski es diferente a las obras de Tolstoi o de Gogol? Porque la poética de Dostoievski contiene la esencia humana: la comunicación polifónica. Creemos, como novelistas, como románticos, que la vida es como la soñó Shakespeare; creemos que los hombres son lo que son, como Dios, y que no cambian: creemos, en fin, que la voz de un hombre es la representación perfecta de su espíritu, de su modo de ver la vida, mas no es así. Todos llevamos un ingenuo en el interior, un alma filosófica que gusta de asombrarse con nimiedades. El error más grande de la prensa, pienso, es pretender asombrar a las masas con novedades grandilocuentes, cuando ha quedado demostrado por la poesía lírica que lo que nos importa, realmente, es la minucia. Homero, Cervantes, Shakespeare, fueron autores que no buscaron grandezas, pero sí retratar «la esencia de lo que es representado», como diría Wittgenstein, época tras época en la imaginación humana. Las religiones nos han enseñado que todo ritual calmante, oblación, rezo, son actos que le sirven al hombre para aplacar los prodigios, para mantenerse firme en las olas simbólicas que las modas echan sobre la vida. «¿Soy inocente? Ni yo mismo lo sé», quéjase Job (Job 9: 21).
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