Jamás podremos ver la manzana en su totalidad. Si le creamos un rostro, si de frente la vemos, una mitad queda oculta, la espalda; si la volteamos, la otra mitad queda oculta, el cariz. Dichos menesteres fueron investigados, hasta el hartazgo, por la fenomenología de Edmund Husserl y por el existencialismo de Jaspers y de Sartre, meditadores preocupados por la parcialidad de la vida y de la expresión de los entes, entre los cuales yacemos, confundidos, nosotros. ¿Con qué paliar esta impotencia de la percepción? Con los conceptos, que como las novelas son espejos de la realidad. Toda imagen ilustra o insinúa, someramente, la «forma total» o tridimensional de un objeto, mas es el concepto lo que se encarga de hablarnos de lo que no se ve (conceptos trascendentales, según Kant). El Quijote, que jamás pudo ver a Dulcinea en su totalidad (como todo enamorado la vio encantada por bellacos, o bajo la pobre luz de las cuevas dubitativas, o en representaciones teatrales, pero jamás prístina), hacía conceptos de ella para aprehenderla, que era casi como amarla, o por mejor decir, era aceptar la alteridad, las oscuridades y vicios de la labradora pestífera del Toboso. Tal es la función de la redacción semiótica o paridora de objetos, la de narrar o describir lo que no podemos mirar por culpa del tiempo que tardamos en rodear los objetos. ¿Para qué explicitar que un automóvil es deportivo si ya luce deportivo en su ser mismo o si «de suyo», citando a Zubiri (cf. `Notas sobre la inteligencia humana´), «es» deportivo? Todo mirón perspicaz es magnánimo al ver, rápido al comprender y criticón al comparar, como arbitra Vives en su `Tratado de la enseñanza´; o dicho en buena lógica, la alta montaña de la verdad no necesita ser allanada. Muchos dirán que lo dicho es una clarísima nimiedad palpable, pero no es así, ya que abundan en la calle y en la prensa y en los medios masivos argumentadores que suman, para alzar sus verdades, exégesis y más exégesis. Multiplicar los entes o elementos plásticos y discursivos es como hacer tautologías, o como tartamudear. Oigamos, para mejorarnos como oradores, lo de León Felipe: «Poesía,/ tristeza honda y ambición del alma,/ ¡cuándo te darás a todos… a todos,/ al príncipe y al paria,/ a todos,/ sin ritmo y sin palabras!». ¿Qué es la percepción? Antes de definir qué es la percepción comentemos qué es un estímulo, pero antes señalemos que «estímulo», «percepción», «inteligencia» y «aprehensión» son categorías mentales, funciones, movimientos («motti dell´animo») que los conceptos sólo pueden referir, no agotar, aunque yo, filósofo como el Liseo de Lope, trataré de definirla, que no pintarla. Un estímulo es un fenómeno o movimiento, quedamos, que consta de tres etapas: la receptiva, la tónica y la reactiva, que en el mundo de la mística cristiana se llaman «purgación», «iluminación» y «unión», y que en el mundo de William James, psicólogo de Harvard, se llaman «cognición», «afección» y «volición». Cabe, ahora sí, preguntar: ¿qué es la percepción? Percibir es recibir, a través de los datos que emiten los objetos al friccionar con la luz y con el aire, informaciones, impresiones, tonos (mero dato), esto es, un contenido (datación histórica) y una realidad a la cual reaccionar (interpretación política o económica, necesaria y suficiente). ¿Cómo nos impresiona un coche deportivo?, ¿cómo la manzana? El deportivo nos impresiona, digamos, con su color, con su sonido y con su movimiento (Aldous Huxley, sin saberlo, explanó los fenómenos de la ontología automotriz en uno de sus artículos periodísticos); la manzana, a su vez, lo hará con su color, con su olor y tal vez con su textura, o envolviéndose en el «eterno femenino». Color, olor, textura y movimiento son meros datos recibidos que sin tono o sin intención, o por mejor decir, sin conjugación (ver Berkeley), posiblemente no estimularán al receptor. La inteligencia, para poder idear o abstraer, enjuiciar o cualificar, interpretar o entender y jerarquizar u ordenar (`ratio et computatio´), debe estar tonificada, esto es, predispuesta, preparada, ya que de lo contrario es un inútil receptáculo de cualquier cosa. «Si Yahvé no construye la casa», si no estamos listos para que nos revelen algo, como enseña el Salmo 127, «en vano se afanan los albañiles». El exordio, en todo discurso, es un tonificador, decían los viejos Cicerón y Demóstenes; el paso de lo bicolor a lo multicolor, de la claroscura paloma al pavo real, de la lucha entre Héctor y Aquiles a la tragedia de Troya, en la plástica y en la poética tonificador es; el «crescendo» y la obertura, en música, son cosas que tonifican, que sacan a la luz nuestro «espíritu deportivo», a palabras de Ortega y Gasset; los encabezados periodísticos son miel que inocula veneno (miel, al decir de Sancho Panza, que atrae moscas), son «carnadas», «pretextos», mas no argumentos. Lanzar una imagen persuasiva sin antes tonificarla, ora sexual, ora bélica, ora trágica, provoca que el ojo se quede en la superficie, que no penetre en ella, que no vaya más allá de lo físico, que no comprenda lo metafísico, para usar el léxico positivista, de la imagen. «Repito que he perdido solamente/ la vana superficie de las cosas./ El consuelo es de Milton y es valiente,/ pero pienso en las letras y en las rosas», nos dice Borges en un poema sabidor de achaques empiristas. Una imagen meramente física, óntica, hecha de notas rígidas (amarillo amarillo, no «amariello» solar; azul azul, no azulado crepuscular), esto es, unívoca, superficial (`superstitio´), no se transforma en un símbolo, sino que queda siendo signo supersticioso, apodíctico, sin fundamentos (absolutamente real, gritaría Hegel), es decir, pierde riqueza y la capacidad de ser interpretada de muchos modos, asertórica o problemáticamente. ¿Quién nos enseñará tales sutilezas? La estética, ciencia humana que estudia los sistemas de percepción del ser humano, ciencia que analiza las técnicas y estilos que el arte ha esgrimido para mejorar nuestra intelección, para sacarnos de la animalidad, de la simple vitalidad fisiológica.
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