Orondos guionistas me obligan a leer sus adefesios y sus laxos argumentos. Un amigo de Faulkner, editor, le dijo a Faulkner que publicaría sus libros con una condición: que no se le obligase a leerlos. ¿Por qué he de soportar la lectura de guiones y argumentos típicos? Pero preocupante no es tanto la banalidad técnica de las redacciones modernas. Preocupante es la carestía sistemática de personalidades literarias, de personajes, quiero decir. Los grandes maestros enseñaban con el ejemplo, y después con la palabra, ornato éste, instrumento únicamente éste de los grandes predicadores. Cuando el balcón de Oriente dejaba que el sol sacara su cara, leí un texto que José Ortega y Gasset escribió para criticar una novela de Gabriel Miró, pulcro prosista. Entendámonos: crítica, para los antiguos, era una revisión de la retórica, y hoy es un simple despilfarro de opiniones. Nadie podría convencer a Platón, por ejemplo, de la belleza del arte moderno, y ciertamente el divino filósofo griego diría que el «gusto» es mera «doxa». Siendo así las cosas, viviendo en una sociedad relativista en donde todo depende del observador, del dinero y de las balas, sí, en donde no hay autoridad, ¿cómo decirle a un guionista que su historia es mera basura sensiblera condigna de amas de casa? Procuraré, sin alongamientos ni razones rozadoras de paciencias, instaurar algunas reglas estéticas para rechazar guiones, ora de tercios de minuto, ora de dos minutos, ora de dos horas. Insoslayable resulta la creación de personalidades fuertes. Las `Conversaciones con Goethe´ del señor Eckermann son mediocres, son bellas, sí, pero mediocres, porque tales conversaciones no nos pintan bien el alma del alemán bardo. «¿Cómo es un alma?», pregunta Finea en `La dama boba´ del magno o madrileño argumentador Lope de Vega y Carpio. Y Liseo, ardido y con ardid, responde: «Señora, como filósofo puedo definirla, no pintarla». ¡Suprema lección! He ahí, justo ahí en la palabra «definirla» en donde yace toda la problemática del arte moderno. Una personalidad es una pintura, o dicho en el léxico de los psicólogos, una insistencia, una psicosis, una imagen que no se larga. Un maestro en la creación de personalidades fue Estanislao del Campo, quien humilló y satirizó las malicias del Diablo con su incrédulo gaucho. Oigamos: «Naides de usté se despeja/ porque se aiga desgraciao,/ y es muy bien agasajao/ en cualquier rancho a que llega». El gaucho, encarcelado (porque matar era desgraciarse), sigue presente en los demás, sigue junto a los demás en la distancia, pues tiene la personalidad más grande que la persona. Una personalidad es como una página bella. Refiere José Ortega y Gasset, casi coreando a Borges, que no le quería, que hay hombres que justifican su vida haciendo páginas. Invierto los términos, y digo que las grandes personalidades no hacen, son páginas, son poesía. La poesía no significa algo, es algo, ha dicho A. McLeish. ¿Quién no ha leído a Nietzsche y sentido la perfección de su prosa alemana, que oscila entre el patetismo de Heine y la certidumbre clásica de Goethe? ¿Quién puede leer los libros de Nietzsche de un tirón sin atragantarse? Después de leer los `Prólogos´ de Borges, ¿quién quiere leer los tomos prologados? ¿Quién quiere separarse de una gran personalidad, de una poderosa fuerza gravitatoria, de una gravedad en el decir y en el hacer? Naides. Una gran personalidad tiene más gestos que palabras, más sentimientos que elocuciones, más tipos de miradas que tipos de argumentos. Yo no quiero leer guiones llenos de diálogos, de aforismos o de poesía, que para eso me compré los libros de Platón. No quiero, repito, leer lo que dicen los actores: quiero leer lo que hacen los actores y lo que ven los actores y lo que sienten y lloran y gritan, y en viéndolo quiero comprender la visión del actor, la gramática descriptiva del autor. Para sosegar sus días de `miles gloriosus´ el soldado Miguel de Cervantes Saavedra escribió la parte primigenia del `Quijote´, que fue continuada por un imitador. Cervantes sólo escribió la segunda parte del `Quijote´ para demostrarle al público zafio que éste no sabía distinguir lo original de la réplica, lo personalísimo de lo arquetípico. «El recuerdo, no la lectura, de la segunda parte del Quijote», ha dicho Borges en un poema, lo ha dicho pensando en lo comentado. Con todo, en la segunda parte de la Biblia castellana encontramos bellas páginas, encontramos la personalidad de Cervantes. Leamos (Capítulo IX, parte segunda del `Quijote´): «Media noche era por filo, poco más a menos, cuando don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo en un sosegado silencio, porque todos sus vecinos dormían y reposaban a pierna tendida, como suele decirse. Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que fuera del todo escura, por hallar en su escuridad disculpa de su sandez. No se oía en todo el lugar sino ladridos de perros, que atronaban los oídos de don Quijote y turbaban el corazón de Sancho. De cuando en cuando rebuznaba un jumento, gruñían puercos, mayaban gatos, cuyas voces, de diferentes sonidos, se aumentaban con el silencio de la noche, todo lo cual tuvo el enamorado caballero a mal agüero». Una gran personalidad ignora el tiempo, pues lleva su propio reloj biológico y psíquico. Nótese la visión griega de Cervantes, que veía silencios relajadores, oscuridades diáfanas (como en el cine mudo), agüeros, ágoras pobladas por ladridos. Tal férrea visión corresponde a una férrea manera de actuar. El Padre Brown, de Chesterton, siempre veía las mismas paradojas, siempre hacía las mismas razones, pero los personajes de los guiones que leo siempre ven cosas distintas, siempre están ávidos de novedades. ¿Cómo que un policía ve en las mujeres del burdel `venenos mortales´ y en su mujer y en su hija vislumbra `ángeles´? ¿Cómo que el asesino tiene doble personalidad? ¿Cómo? ¡Cómo! ¿Que Stevenson hizo que Jekyll fuera Hyde? Sí, sea, pero Stevenson jamás mutó la visión de su narración, jamás pasó de la sombra a la luz, jamás pasó del frío al calor. Verosimilitud, señores, y que la coherencia esté en el modo perenne en el que un personaje arrostra su vida. ¿Acaso la Marianela de nuestro mejor novelista decimonónico, esto es, de Galdós, troca su alegría en tristeza en cada escenario humano que pisa? Menos Shakespeare, por favor. ¿Qué baratijas son esas de mecanizar las emociones, de hacer que un escenario triste produzca tristeza y uno alegre, alegría? ¿Fue Jean Genet menos malo en sus fiestas de cumpleaños? Rilke, por cierto, ha dicho que los artistas que empiezan deben trabajar con cosas pequeñas, no con grandes sentimientos. No hagamos obispos genéricos, no putas genéricas, no policías genéricos, pero sí desgraciados que por azar y por desesperación se hicieron obispos, sí mujeres tozudas que encontraron del cuerpo los tesoros, sí Flambeaus regenerados como el fénix desde las cenizas malas.