Escribo este post tumbado en la playa contemplando un mar tranquilo de aguas tibias. Las maravillosas playas de Holbox. Una isla paradisíaca en el estado de Quintana Roo a 3 horas de Can Cún y del que mi familia y yo, nos hemos declarado fans desde hace ya varios años. Esta es la tercera vez que venimos y sigue siendo una experiencia extraordinaria, aunque cada vez más popular. Para nosotros es venir a descansar en el paraíso. Lo único que arruina un poco la experiencia son los infames chaquistes (pulgas de arena que atacan con una ferocidad kamikaze y que, por ser pulgas, no adviertes el ataque sino cuando ya es demasiado tarde, como todo buen ataque kamikaze). Pero fuera de eso, el clima, el mar, la fauna y la flora es simplemente de ensueño. Ojalá se pueda mantener así por muchos años y que nuestros gobernantes no la “acapulquizen” a costa de transas y abusos ecológicos.
Vengan (los que sepan respetar este regalo espectacular) y disfruten esta parte de México en paz y felicidad. Pues aquí en Holbox, con la cabeza enfocada en las minúsculas olas del mar, recordé – una conexión un poco extraña, estar en el paraíso y tener recuerdos del trabajo, pero ni hablar, a veces así se dan las conexiones y quién voy a ser yo para juzgarlas – a mi primer maestro publicitario (no a mi primer jefe, que hay que dejar claro que esas son dos cosas bien distintas). Quizá porque en días pasados había sido su cumpleaños.
El caso es que me vino a la cabeza el buen Santiago Pando y junto con él, una serie de personajes que me enseñaron muchas cosas, tal vez sin darse cuenta, o con toda la intención y en cualquiera de ambos casos, bueno para mi formación profesional. Mis maestros: algunos retirados de la publicidad, algunos retirados de la vida, otros convertidos en auténticos Gurús y otros subiendo la escalera corporativa a niveles de cirros. Santiago llegaba muy temprano. Era el primero en llegar y el último en irse. Lo primero que hacía era leer el periódico, porque en esos tiempos de oscurantismo tecnológico, la prensa escrita era el vehículo para estar informado y para ver los movimientos de los clientes. De Santiago aprendí el valor de la proactividad.
El valor de no esperar a que un cliente pidiera “algo” para llevárselo presentárselo y vendérselo. Santiago era impresionantemente creativo, pero su inteligencia y su apetito voraz por la información, lo hacían un planner agudo y sensible (en aquel entonces no existían los planners, simplemente buenos ejecutivos de cuentas o malos ejecutivos de cuentas) que sabía perfecto a quién comunicar y cómo comunicárselo. Amaba su trabajo y se divertía haciéndolo. Era un irreverente de mierda y no tenía ningún respeto por el Status Quo y la autoridad. No le importaba ganar un premio creativo, le importaba hacer su trabajo, que los clientes tuvieran buena publicidad y que la gente se enamorara de nuestras campañas. Y así lo hacía. Y era de los creativos más respetados y premiados del país. Fanático de la poesía y de su mujer. Fanático de su hijo y de la amistad. Un iconoclasta que tiene como bandera la filosofía Maya y que hoy es un guía espiritual para muchísima gente. Sobra decir que desde un punto de vista más allá de la mercadotecnia y comunicación comercial. A Enrique le aprendí mucho bueno y mucho malo. Lo malo me lo voy a guardar, pero claro que creo que hay maestros que enseñan de todo.
Enrique era un Señor. En toda la extensión de la palabra. Elegante, majestuoso, seductor, inteligente y viejo, como buen diablo. Con Enrique no había cliente que hablara cuando él lo hacía. Todos guardaban silencio y aprendían. Era el Don Draper de entonces. El original, el que tenía un par de cojones más grandes que bolas de boliche. Y si había algún cliente junior que osara contradecirlo con alguna pendejada, se lo hacía saber y se lo hacía pagar. Siempre de manera dura y clara, pero también elegante. Le dejaba claro que él era el experto y que cuando hay un experto en la sala, lo único que puede hacerse es callar y aprender. Todos lo adoraban, incluso cuando lo odiaban. Le aprendí el orden y la dedicación. El decía que todos teníamos que trabajar en la agencia pensando que era de nosotros. Que sólo así podíamos ser mejores que los demás. Y también le aprendí el valor de la marca.
La marca más importante: la de uno mismo. El valor de respaldar todas y cada una de tus acciones y de tus palabras. Y el valor de defender tu trabajo, tu nombre y tu postura hasta sus últimas consecuencias. Siempre de manera inteligente, sensata y elegante. Bon vivant, lector de todo, amante de la redacción y el arte, que no solo admiraba, sino también coleccionaba. Histérico del perfeccionismo, tremendo contador de historias. Él me presentó a varios de sus maestros y yo no tuve más que callar y aprender. De Lalo me quedó claro que Dios está en los detalles. Y que el sentido de un texto no es el mismo si pones una coma acá en vez de allá. De que un texto con un “para” en lugar de un “por” o cualquier otra preposición sí hace la diferencia. De que a una idea hay que verla desde todos los ángulos antes de decidir si es buena o mala. De que no importa si algo está bien; siempre, SIEMPRE puede estar mejor.
Aprendí a defender a mi equipo y meter la espalda y el pecho y las manos al fuego por ellos, porque al final son ellos los que hombro con hombro trabajan todos los días con uno. Lalo tampoco trabajaba para ganar premios, qué va. Lalo era, es y seguirá siendo un adelantado de su época. A Lalo le interesaban que nuestras ideas fueran diferentes, pero diferentes de verdad. Que fueran algo nunca antes visto, sin importar un carajo lo que uno o mil jurados de Cannes dijeran. Yo lo vi tener ideas que hoy en día son “la tendencia” 10 años antes de que lo fueran. Y carajo, cómo conocía el negocio de los clientes y sus problemáticas. Su virtud es y seguirá siendo su más grande defecto.
Yo diría su terquedad, él diría tenacidad como ninguna. Misma que lo ha catapultado a luchar contra un mal que lo aqueja, con armas que él mismo se ha construído sin darle cuartel. Para mí – más allá del ámbito publicitario – se ha vuelto un maestro de vida, una inspiración y el mayor ejemplo a seguir. Y la última y no por eso menos importante: Andrea. Líder nata. De esas personas que a los 5 minutos ya te tiene en la bolsa y no pudiste oponer la más mínima de las resistencias y ni siquiera quisiste ponerla. La mejor vendedora que he conocido y la persona menos consciente de su posición en una compañía. “La jefa” que nunca jamás se comportó como tal – no había necesidad – todo el mundo sabía quién era ella. Una de esas personas que me recordaron que no por ser “el Presidente” (aunque fuera de la nación más poderosa del Sistema Solar) tu vida y tu manejo gerencial tienen que ser solemnes, serios y de hueva.
Y así como sabía cuál era el problema personal de todos los integrantes de la agencia – incluída la señora de la limpieza – así exigía creatividad, no sólo porque le divertía y le emocionaba tener buen trabajo en la oficina sino porque sabía que una buena idea era capaz de cambiar percepciones de marca y ventas de nuestros clientes.
Divertida, audaz, rebelde, competitiva. Una niña de 12 años atrapada en el cuerpo de alguien de 40. Sabía más del negocio y de las marcas que los propios clientes y por eso la respetaban cada vez que entraba a una sala de juntas. Y así como exigía ejecuciones espectaculares y entregar más de lo que el cliente esperaba, era la primera en quedarse en las madrugadas a hacerle sandwiches al equipo creativo. Una apasionada de la publicidad, del trabajo en equipo, del trabajo duro, de las ideas y de tratar bien a la gente. 4 maestros a los que les estoy muy agradecido y en todos los casos, hasta tengo la fortuna de llamarlos amigos. Espero algún día, poder formar parte de ese grupo que se recuerda con admiración de algún creativo con el que haya colaborado y tener también la fortuna de poder llamarlo mi amigo. Buen jueves desde el paraíso.
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