Hay una regla básica en la fotografía comercial que habla sobre la realidad construida.
Surgió a finales del siglo pasado y, palabras más palabras menos, se trata de una representación perfecta, escenificada, con la finalidad de mostrar la cara más amable de los productos: una fruta deliciosamente brillosa, paquetes de galletas que no sueltan una sola borona, los ojos sin una sola arruga de las y los modelos para mostrar el efecto rejuvenecedor de una crema o un maquillaje.
Sé de fotógrafos que han abiertos cajas completas de cereal para encontrar tres hojuelas que se ajusten a la fotografía que esperan y de otros que buscan entre 30 pares de pantalones para ubicar el producto que mejor se adapta a alguna idea preconcebida.
Pero hoy quiero hablar de cuando eso falla. Porque, aunque hay quienes creen que el mundo de la fotografía publicitaria es puro glamour, hoy se van a enterar de lo que llegamos a sufrir.
Y no es poca cosa.
Hace unos años, participé en la campaña publicitaria de un producto del cual no puedo decir ni marca, ni nombre, ni nada, pero digamos que fue una transnacional de alfajores (aunque no fue así; ni se molesten en googlear marcas de alfajores en Internet).
La ficticia marca de alfajores estaba por lanzar un producto en México que había funcionado magníficamente en otras sedes: un alfajor de color magenta.
Los responsables de mercadotecnia de la marca, que no tenían por qué conocer la regla de la realidad construida, nos hicieron llegar, desde alguna sede sudamericana (Argentina, si no mal recuerdo), un paquete con el producto para fotografiar.
El caso es que llegó una caja de lo que, nosotros esperábamos, eran varios alfajores para tener opciones de imágenes.
Abrimos el paquete, deshicimos papel sobre papel, cartón, plástico protector –de ese que nadie sabe cómo se llama pero todos reventamos sus burbujas con singular alegría– y llegamos al producto.
La buena noticia es que el producto llegó intacto, perfecto y reluciente; la mala, que sólo había un alfajor. Uno.
Teníamos un solo alfajor para una importante sesión fotográfica de lanzamiento.
Al iniciar el trabajo, el que desenvolvió el paquete pasó el alfajor a uno de los colaboradores de la agencia y éste se la hizo llegar al asistente de producción. El asistente de producción, lleno de nervio por cargar el preciado alfajor, tuvo a mal malabarear el producto, verlo deslizar entre sus manos y mirar absorto cómo éste se rompía contra el suelo.
Es curioso, la semana pasada escribía en esta columna sobre la Ley de Moore, y esta entrada trata más bien de la Ley de Murphy. Ambas suelen cumplirse con severa puntualidad.
Otro punto en contra de la fotografía comercial es que los clientes normalmente no aceptan errores. Mucho menos cuando se trata de historias del tipo “te voy a contar cómo rompimos el producto que debimos fotografiar”.
Nos dispusimos a seguir la sesión como si nada, recurrimos a la vieja magia de la cinta adhesiva, los programas de retoque y el talento de saber encontrar ángulos.
La sesión quedó perfecta, sin afán de vanagloriarnos, logramos imágenes excelentes gracias a que tuvimos una atención al detalle aún mayor de lo que acostumbrábamos.
El resto lo hizo la tecnología.
Esta historia no es para contar la historia de una campaña, es una moraleja para todos aquellos que quieran fotografiar su producto: envíen muchos alfajores.
AUTOR Jonathan Klip Fotógrafo profesional, padre y esposo, director de @RECREAMKT The Happy Coompany. @Jonathanklip e Instagram: @jonathanklip
Comentarios