Dicen que hace muchos, muchos años, (posiblemente meses solamente) cuando la publicidad en México y algunas otras partes de Latinoamérica tomaba su segundo aire, ya con grandes trasnacionales bien instaladas en la región, nació la urgencia de los directores de las mismas por ser reconocidos, tanto nacional como internacionalmente. Debido a ello y, a razón de ser parte de grupos multinacionales cuyo prestigio va siempre de la mano con uno que otro premio rimbombante, apantallador o padrotón (como dicen nuestros amigos “influencers” de las redes sociales) algunos colegas se dedicaron a trabajar muy duro y a obtener grandes resultados para incrementar sus bonos en cuanto a credibilidad y eficiencia… siempre con miras a que el cliente les diera el visto bueno para inscribir su campaña a concurso. Dicen que hubo muchos entusiasmados que accedieron a la promesa de que el oro, plata o bronce adornarían sus escritorios y oficinas en un futuro no muy lejano. Y que fueron muchas las acciones enviadas a varias latitudes del planeta en busca de alguno de estos metales preciosos. La caza no siempre era la esperada. Los shortlists no eran lo suficientemente atractivos. Los clientes comenzaron a desencantarse y a enfocar su tiempo y recursos en generar ventas, sin pensar en los premios. Pero se cuenta que hubo alguien que tuvo una idea. Este personaje, uno de tantos anónimos culpables de copys inolvidables, ingenió una manera de impactar a los festivales sin arriesgar la inversión del cliente. Su técnica era simple y, al mismo tiempo, peligrosa. Crear una campaña en su totalidad – objetivos, artes, textos, implementaciones, resultados-, todo ello acompañado de una necesidad que rayaba en el milagro, para que el resultado fuera como caído del cielo. Y así, con una historia más en donde una agencia salva de la quiebra a su cliente, los jueces, maravillados, le otorgan el mayor de los trofeos. La más grande de las satisfacciones, acompañada de fotos, entrevistas, reportajes, fama, un sugerente aumento de sueldo y el espaldarazo de sus jefes. Pero la tragedia no tardó en aparecer, pues con esa popularidad recién adquirida y todas las portadas que mencionaban al creador de una campaña que jamás existió, la verdad no tardó en salir a la luz. Vergüenza para todos. Para quienes entregaron los premios sin una investigación previa, sin contar con documentos reales que validaran el caso a calificar; vergüenza para la agencia creativa, cuyo nombre quedó manchado durante años con una mancha que necesitó de sangre y lágrimas para limpiarse; vergüenza para el creativo, quien para ese entonces ya había brincado a otra empresa, con un mejor empleo y cuyo ejemplo ya había sido emulado por otras agencias más. Desde entonces, varias medidas se han tomado para evitar que los creativos quieran dormir al velador y, al día de hoy, se dice que el porcentaje del trucho ha bajado a un 0 por ciento en todos los festivales de creatividad en el ámbito global. (¿será cierto?) Eso está muy bien, pero la duda y la desconfianza siempre estarán presentes. O, al menos, eso dice la leyenda.
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