Como publicista acepté ir a una presentación donde sabía que me querrían vender algo. Al fin y al cabo me garantizaron un buen desayuno y unos cupones de 70% de descuento en tours. Todo empieza con un ambiente tranquilo y relajado. De hecho es más que cordial. Muchas sonrisas, muy propia la gente. Un agente por aquí te pide tus datos, otro agente por allá te vuelve a pedir más datos. Me decepcionaron un poco las herramientas de presentación: carpetas con fotos. Con la tecnología actual uno se espera algo más interactivo, o al menos un video. Pero los paisajes eran celestiales y conquistadores. Después de hojear los más bellos destinos, uno sólo se imagina estar en esos lugares, descansando. total, ése es el cliché más acertado de la felicidad, ¿no? Cuando nos pusieron la propuesta económica sobe la mesa, sonreí. A la vendedora la brillaron los ojos. Hubo un momento de silencio. “De ninguna manera” dije. Y ahí empezó la verdadera ofensiva. Me sacaron cuentas, sumas, multiplicaciones, y filosofía de vida del por qué debía tomar esa “oportunidad”. Llegaron refuerzos. Les comenté que no me salían mis matemáticas, pero ellos insistían. Y la verdad es que los números no daban. Era como venderle el alma al diablo. Después de ir y venir, me dejaron con un “evaluador” que se portó prepotente, mencionando casi casi que no éramos dignos de estar en su club. Y volvió a hacernos las cuentas. Mi inquietud era si ese tipo de escenarios realmente generan ventas. Supongo que funcionan para 3 tipos de personas: 1.- con mucho dinero 2.- compradores compulsivos 3.- mentes débiles. Fue una amarga experiencia, pero valió la pena cuando después de 2 horas, salí con mis cupones a disfrutar de un tour. Imagen cortesía de iStock
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