Según los libros de Cicerón la retórica nació en el siglo VI a. C., específicamente en el sur de Italia y por juristas necesidades. El que no sabía defenderse con la boca era matado. «La honra cría las artes», dijo el romano antedicho. El que no aprendía a argumentar en favor de su vida simplemente la perdía. Sócrates retardó los efectos de la cicuta hablando, que es como estirar el tiempo, o como hinchar la atención de los demás, la percepción prójima. La retórica, madre del embeleco o del embeleso, de los giros lingüísticos, en fin, del arte de convencer a cualquiera por cualquier medio, según las enseñanzas del de Estagira, no es talento común y corriente en los escritores. Pero hay otro talento, uno consistente en evitar la retórica. García Márquez cuenta en una edición conmemorativa de su gran obra que luchaba hasta sudar con tal de mantener a raya la retórica. Con la retórica podemos crear cientos de textos en una semana. Pero el problema que la retórica plantea pregunta: ¿de qué forma poseer un estilo propio sin desperdiciar las bellezas de la argumentación clásica, del silogismo alegre y lúcido, árido y llano? Formas hay muchas, pero pocas son las plumas capaces de no dejarse llevar por el viento del intrincado arte oratorio. Todo lo anterior lo he dicho para mostrar cómo se hace un exordio, primordial parte de todo discurso bien hecho. Multitudinaria clientela proveniente de la política llegamos a tener en el oficio de la redacción, y tales múltiplos nos han enseñado a no restar, sino a saber conjugar cantidades textuales ingentes, y todo para obtener remuneraciones monetarias sistemáticamente. Si a la inspiración esperáramos nada haríamos. La técnica, siempre lo diré, representa los límites o los perímetros de la inspiración. Después del exordio, por las leyes de la mecánica mental llamada gramática, llega la introducción, que no es otra cosa que pasar de lo general a lo particular, del cuerpo a la partícula, del todo a la parte, del perezoso sueño al trabajo necesario para hacer el sueño real. Digamos con Lewis Carroll que el exordio es una especie de «pillow problem». ¿Qué preocupa al hombre por la noche, que inoculada en el día se llama `lapsus´? Los sueños, que son acumulaciones de imágenes que en el mucho dormir encuentran espacio para hilvanarse o devanarse en el tiempo, que es el pretexto o el carril de las leyes de la física, que en la mente humana se rompen, pero no se olvidan, siendo la memoria el ingrediente primordial para que el ser humano contraste lo posible con lo imposible y experimente fantasías. En la introducción explicamos al público cómo resolver sus problemáticas, no sus problemas. Un problema es un nudo, pero una problemática está hecha de los movimientos que anudan las cosas. No importan las muchas veces que desanudemos un nudo que se anuda por culpa de movimientos enredadores y que son incontrolables para nosotros. El público se preguntará siempre algo así: ¿cómo evitar lo inevitable, cómo hacerlo para siempre? El triunfo de los discursos estoicos se debía a que ellos sabían cómo explicar y tolerar lo inhumano, lo divino. Así, tenemos que es necesario, aunque insuficiente todavía, explicarle al público lo universal y lo particular, viéndonos impelidos a pasar a los argumentos, que pueden ser lógicos (sentido común), silogísticos (secuencia y consecuencia), numéricos (estadísticas, porcentajes), metafóricos (analogías, emulaciones, simpatías, imitaciones), metafísicos (apelaciones a la fe, esperanza, caridad y misterio) y demás. Los argumentos, a su vez, pueden ser expresados con divertidas técnicas expresivas, tales como la exageración o hipérbole, el ritmo o la anáfora, la apelación memorística o preterición. Cuando Shakespeare quiere argumentarnos que la honestidad y la justicia siempre implícitas llevan una parte oscura e injusta, ¿qué hace?, pues argumenta como los grandes políticos lo hacían y hacen, es decir, impidiendo la oportunidad para el debate, para la contestación. Y lo hace así: «Fair is foul and foul is fair». No importa por dónde tratemos de refutar a Shakespeare, pues no podremos, pues la imagen que forma lo abarca todo, abarca todas las interpretaciones posibles, todas las respuestas posibles. Un gran argumentador sabe decirlo todo sin decir nada. Una vez que hemos pensado en el «cuándo» (exordio), en el «qué» (introducción) y en el «cómo» (argumentos), tendremos que avanzar hasta la demostración o caterva de «causas». Argumentar es explicar, aunque no siempre sea comprender. Los viejos romanos aconsejaban que no se dejara todo escrito, pues hacer un libro con todas las cosas escritas es como darle a un idiota una pistola. ¿Cómo promovían su consejo los romanos? El adagio latino con el cual lo hacían dice así: «Verba volant, scripta manent», que se traduce así: lo hablado vuela o se va, pero lo escrito se queda, se mantiene, dura. El poder de la expresión radica en su bello y simple uso del tiempo y de la materia. Hacer de las palabras entes que pueden ser movidos como movidos podían ser los números pitagóricos con superficie y cuerpo constituye la veracidad y la credibilidad del argumento. El arte del escritor se logra cuando éste sabe darle al pecado o a la maldad sangre, olor y carne. Y ya que hemos dejado abierta la boca y la contemplación del oyente es obligación nuestra cerrarlas («parece que un beso te cerrara la boca», dice Neruda) y demostrar, en sentido estricto, lo que hemos dejado clareado. ¿Cómo? Con ejemplos. Lo escrito perdura, el testimonio de las hazañas de los héroes redactado por los poetas se queda, de aquí que aunque Milton «Eyeless, in Gaza, at the mill, with the slaves», él confíe en que alguien observó y fue testigo fiel de su vida. Las ideas bien trabadas transmiten confianza, pero la confianza necesita alimentarse, y lo hace con testimonios. Y por último, y para darte a nuestro discurso un aire de oficialidad, debemos concluir, cerrar con mármoles lo discurrido. Un aforismo, un verso, una meditación o un drama sirven para que el oyente sintetice en una sola expresión todo lo recibido.
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