No sé dibujar y los garabatos que hago han postulado toda mi vida publicitaria a ser entendibles. Cada vez que levanto la cabeza con confianza para contar alguna iniciativa o idea, miro a los ojos a quienes me escuchan y aún a veces me atrevo a decir “tratare de dibujarlo” mientras ellos(mis amigos gráficos, en su mayoría) aprietan los dientes para no reír. Así, para defenderme en la vida de agencia, aprendí a armar y amar (la r que las diferencia no me resulta coincidencia) las presentaciones en donde nadie dibuja nada: En la pantalla parpadea la armonía de las diapositivas de cascada, el clic consecuente de una tecla y la satisfacción de llevar a tu audiencia de la mano con afinados párrafos concretos y palabritas clave salpicadas a conveniencia. Al final de la última diapositiva, si el proyector no falla, el contenido es relevante y todo estuvo tejido correctamente, lo más probable es que hayas tenido éxito sin haber dibujado siquiera un palito. Diapositivas o no de por medio, siempre envidiare el golpe seco del lápiz, su transmisión inmediata papel-retina. Envidiare la cantidad de recursos que propone el lápiz empuñado: Todos tu años, todas tus referencias, todas tus imágenes, las que recuerda y las de tu subconsciente, todos los dibujos animados que viste, todos los paisajes y calles caminadas, todos y todas. Tal parece, que googlear en tu cabeza es dibujar. Por eso, seguiré intentando dibujar y envidiare a toda persona que lo hace con decencia, a los diseñadores e ilustradores que viven y respiran sus dibujos, aquellos que hablan poco pero dicen todo en trazo. Y porque pienso que el mundo debe ser el dibujo de alguien y porque mientras terminaba de escribir este texto quise imaginar que lo dibujaba. Imagen cortesía de iStock
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