La eterna promesa. Así vivimos, así nos gusta y así seguiremos; “mañana lo hago”, “el año que viene”, “ahora sí”… Sabemos perfecto que las cosas se hacen o no se hacen, entonces, empecemos el año con claridad. “Llegó otro año”, “bienvenido 2016”, “sorpréndeme”, “gracias 2015”, “que este año sea mejor”, “a empezar con el pie derecho” e infinidad de posteos ridículos que andamos compartiendo, etiquetando y likeando. Ok, hay que superar el hecho de estrenar año, seamos claros: que empiece un año, no quiere decir que empieza una nueva vida, ni que todos los pendientes personales y profesionales se van a resolver mágicamente. Encarémoslo, ya estamos grandes y debemos empezar a actuar como los adultos que somos. Año nuevo, sí. Metas nuevas, quizá. Todo es color de rosa, no. Después de estas festividades, todo el alcohol y la comida que nos tragamos, llegó el momento de hacer el balance de lo que hicimos, lo que no y lo que ni siquiera intentamos. Ppfff ahí se pone bueno. Vivimos en ciclos. Somos parte de uno que se repite una y mil veces, continuamos haciendo las cosas rutinarias que se convierten en cargas pesadas o ligeras, depende de cada quien. Tenemos una gran oportunidad de analizar a profundidad los aciertos, errores, metidas de pata, fracasos y éxitos, y, más allá de los propósitos ridículos que podemos hacer, deberíamos mirar hacía nosotros, a toda la práctica que realizamos en el año, y descubrir que al final, todo se va a repetir. Entonces, ¿por qué no mejorarlo? Es muy fácil hacer propósitos nuevos, tener unas ganas incontrolables y renovadoras del nuevo “yo” que quiere ser mi mejor versión, ¡pamplinas!, es hora de empezar por lo pequeño y ese pequeño es evitar cometer los mismos errores y ahora sí, mejorar en donde sabemos que nos falta, porque al final, es un año más, un número, pero nuestra vida, esa sí que tiene que estar en constante movimiento, ¿o no? Imagen cortesía de iStock
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