Los romanos siempre buscaban novedades y despreciaban todo conocimiento clásico, cuentan los múltiples y abigarrados libros de historia. Si un hombre quería presentarse ante la comunidad intelectual de Romaburgo, tenía que llevar sorpresas, sofismas con cariz de filosofía o sentencias revolcadas en lodazales sintácticos. En Alejandría, axial cuna de nuestra civilización (el lector curioso buscará los libros de Karl Jaspers, quien habla de una era axial harto distinta a la que aquí se cita), se juntaron ideólogos religiosos venidos de Oriente, científicos helenos y filósofos de estirpe pitagórica y platónica, haciendo de la ciudad un sitio cosmopolita.
Es sabido por todos que las grandes ciudades, que las más avanzadas industrialmente, exigen que el recién llegado, ora a Lutecia, ora a Albany, ora a Roma, como el San Agustín de Hipona, le aporte algo nuevo al esteta mundo, lo que sea. ¿Qué desavenencias sufre el arte cuando el `atelier´ se llena de improvisados? Históricamente, meditemos. San Pablo, el ferviente San Pablo, decía que la letra mata y que el espíritu vivifica. Grecia educaba a sus hombres para vivir primero y para filosofar o leer después. Entiéndase que la palabra «letra» ha sido incomprendida, que se ha leído inocentemente, creyéndose que la «letra», más que orden, es limitación o imitación.
Como los cabalistas, hagamos interpretaciones filológicas de las alegorías. Antes de ser cubista, Picasso dominó lo clásico, la «letra», pues con las letras (colores, geometrías) se hacen las palabras (pinturas), que son etiquetas para inventariar el mundo. El cubo, que representaba alegóricamente las formas humanas, se hizo filología humana, corpórea, cubismo. El arte, que servía para imitar a la naturaleza, un día cambió, y al cambiar también cambiaron las herramientas del crítico, que siempre será el observador de los hurtos de los malévolos timadores (artistas). ¿Qué pasa cuando el aprendiz del gran pintor o del magno escritor ignora la «letra»? Hace de lo clásico una nonada, y de lo moderno algo clásico, y de su propia obra un monstruo. Y lo mismo sufre el crítico que olvida que toda comparación se hace en el tiempo (Historia del Arte) y en el espacio (Sociología del Arte).
El agudo Aldous Huxley, que se dedicó a la crítica estética, ha dicho (`Along the road´): «Si usted desea poseer una reputación de erudito sin mucho esfuerzo, ignore el deslustrado y estúpido conocimiento que todos manejan y concéntrese en tópicos extraños y fuera de órbita». Sólo los necios dejan de notar la ironía del texto supracitado. El conocimiento puede ser profundo (provincial) o extenso (cosmopolita). José Ortega y Gasset imprecaba contra Menéndez Pelayo porque éste enristraba cánones literarios profundísimos, datos curiosos, fechas, horas, geografías y topografías. Pierre Bourdieu abominaba de Umberto Eco porque éste esgrime técnicas «modernas» y erudición de alquimista para vender sus obras. Saber que Rabí Tarfón se amarraba los zapatos de un modo anormal no nos hace hombres cultos.
La masa social, hoy, gusta de los datos curiosos, de bagatelas históricas («desde aquí disparó Robespierre»), de triquiñuelas científicas («un agujero negro puede transformar un ladrillo en espagueti»), de fruslerías filosóficas («Tales de Mileto cayó en un hoyo») y de nimiedades literarias («Shakespeare jugaba con truhanes en sus libérrimas horas»). Huxley nos aconseja: «Cuando oiga alabar a Donne, emita un `psch´ despectivo y dígale que tendría que haber leído a Góngora. Al oír mencionar a Rafael haga como si estuviera a punto de vomitar (aunque no haya entrado jamás en el Vaticano) y afirme que los cuadros de Rafael Mengs en Petersburgo son las únicas pinturas tolerables que usted conoce».
Tal técnica puede variarse. Al hablar de bellas letras podemos citar economistas y parecer cultísimos (Borges citaba a Stuart Mill y a Veblen para hablar de literatura), o también podemos citar a los racionalistas para dilapidar hipótesis sobre la cibernética. Otros, y sobre todo los críticos con tendencias antropológicas, gozan atribuyéndole al medio ambiente el éxito o desgracia de los autores que leen o reseñan. Van Wyck Brooks argumentaba que Mark Twain había sido maltratado por los Estados Unidos de Norteamérica, argumentaba que su obra pudo haber sido mejor de haber nacido en otro lugar. Borges, refutándolo, dijo: «Nada más europeo y `sophisticated´ que esa imaginación; nada por consiguiente, más tentador para un `intelectual avanzado´ de New York City».
Si usted no entiende un libro, desprécielo, tíldeselo a la historia, a la economía, al ciego avatar. Si no se complace con los clásicos, con el «conocimiento que todos manejan», lea autores de segundo orden y finja que ha encontrado en ellos el substrato de la sabiduría. Hable de Caravaggio como si hablase de Rafael, hable de Manuel Machado y no de Antonio Machado, o cite obras menores de autores mayores, afirmando que `La Galatea´ representa el estilo cervantino mejor que `El Quijote´, o afirme que Roberto Bolaño le recuerda el método dubitativo de las sagas islandesas.
«Cuanto más turbios son los colores; cuanto más deformadas están las figuras, tanto más encumbrado es el arte», dice el irónico Huxley. Finja, por último, ver orden en el desorden, ver pilares griegos en la obra de Pollock, ver sistemáticos tratados de estética en los libros de Vargas Llosa, ver en Mickey Mouse el monumento de la perdición `yankee´, ver siempre lo contrario de lo que todos ven.
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