Texto no adecuado para quienes todavía creen en Santa. Hay que vivir, dicen las marcas, el espíritu navideño. ¿Qué es el espíritu? Es una energía que adquirimos. ¿Qué es la Navidad? Es una tradición milenaria, la celebración de una idea de divinidad. ¿Qué pasa cuando energía y tradición se juntan? Lo siguiente: deviene el sentimiento, cualquiera. Los seres humanos tenemos dos tipos de funciones: la sensible y la intelectiva. La sensible, anotemos, sirve para resolver problemas (con ella intuimos problemáticas inmediatas); la intelectiva, a su vez, sirve para proyectar (con ella analizamos, evaluamos y jerarquizamos problemas del futuro). Es decir, que sintiendo actuamos y pensando planeamos. La Navidad, lo saben todas las marcas, es una buena época para hacer que la gente actúe, que compre, que no razone. El ambiente, saturado de luces, sonidos, olores de galletas, imágenes tiernas, impide todo razonamiento. ¿Por qué? Porque el cuerpo, los sentidos, al verse bombardeados impiden o complican todo acto de intelección. «Compro por amor a mis hijos», dicen las madres; «Compro porque me lo he ganado», dicen los empresarios; «Se lo pediré a Santa, mamá, porque Santa es bueno», dicen los niños. En cada supuesto argumento, pues, hay una contradicción. Lo que parece lógico es ilógico (el amor no toma cuerpo en la materia, sino en los actos; las recompensas mayores no son materiales, sino emocionales; Santa, más que bueno, es un gran distribuidor de riquezas… De hecho, imaginamos que marcas como Procter pagan para que Santa les enseñe las mejores prácticas de la distribución). Y si somos ilógicos al comprar, ¿por qué no serlo también al compartir? ¿Por qué no ayudar «porque sí»? Coca Cola nos invita a compartir. Son los pequeños actos de amor los que generan, realmente, el espíritu navideño. «Por ser Navidad invitaré a alguien a comer», digamos; «Porque es Navidad ayudaré al perro de la esquina, aunque siempre me ladre feo», pensemos.
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