Es muy difícil salirse de eso a lo que llamamos «complejo de cultura». Tómense los términos filológicamente e imagínese un edificio cultural del cual no podemos salir. Que veamos a través de una ventana no significa que hemos salido del edificio. Cuando adquirimos un poco de cultura dicha cultura se apodera de nosotros y termina «construyendo» lo que podemos percibir o «datos de los sentidos». ¿Qué son los «datos de los sentidos»? ¿Puede un daltónico apreciar los colores de `Londres, Palacio del Parlamento, con sol a través de la niebla´, pintura creada por Monet? ¿Está en la misma condición alguien que no tiene cerca el color rojo que alguien que simplemente no puede percibir el rojo? Interpretar una pintura harto conocida es meterse en problemas, pues las opiniones abundan, pues la subjetividad abunda. En ciencia es necesario «objetivar» el lenguaje, y en arte es necesario «subjetivarlo», aunque no estoy seguro de que sea lo mejor a la hora de hacer crítica. ¿Para qué apreciar una obra de arte en el mundo de la comunicación de masas? Es muy simple: para romper con el proceso automático de percepción que tenemos, para crear contenidos «llameantes» de atención. Las filosofías clásicas (teología, metafísica, pragmatismo) bregaban por imponer un «más allá», mientras que las filosofías modernas (estructuralismo, fenomenología), mejor conocidas como psicologías, bogan por imponer su «más acá». Veamos la pintura de Monet durante tres minutos seguidos. Después quitemos la mirada durante tres minutos y volvamos a la pintura tres minutos más. ¿Qué es lo primero que nos preguntamos? Pues esto: ¿qué habrá «más allá» de la niebla? He demostrado, así, que todavía estamos imbuidos en la vieja teología y en la vieja filosofía. ¿Qué se preguntaría un psicólogo pluralista como Williams James? Se preguntaría: ¿a partir de qué elemento de la pintura empiezo mi interpretación y qué figuras soy capaz de vislumbrar ya no detrás de la niebla pictórica, sino detrás de la niebla de mis creencias? Para un hombre clásico, en la pintura el sol calienta el agua, y para un moderno el agua se bebe el sol. No es lo mismo decir «alas que parecen brazos» que decir «brazos que parecen alas». La primera expresión va de lo celestial a lo terrenal («más acá»), y la segunda al revés («más allá»). Hoy en día la meditabunda cultura sajona nos domina, lo cual significa que la precaución, la sospecha y la reflexión dominan sobre lo espontáneo, lo inocente y lo vivaz. Vamos a apoyarnos un poco en la filosofía de Schopenhauer, arduo lector de Cervantes y de Gracián. Schopenhauer sostenía que sólo los clásicos nos enseñan a distinguir las `species´ o formas primigenias. Entender es «distinguir», es «recortar», «reconocer». Veamos. Quien sabe discernir entre una imagen y otra, entre un sentimiento y otro, entre una afección y otra, entre la ira y la furia, entre la imprudencia y el valor, comprende. Monet, con nieblas y difuminados, nos enseña a distinguir las `species´ de nuestro interior, pero lo hace no con formas burdas, sino con tonalidades, que son atributos de Dios, como diría Spinoza. Allá en el horizonte esas manchas podrían ser cualquier cosa, pero no acá. Alarcón ha dicho en unos admirables versos: «mis sueños de oro realizarse veo/ del humo denso entre la niebla opaca». ¿Sueños de oro humanos? Castillos, almenas (a veces las almenas soplan aires de gloria que quitan la voz, como dice un poema de San Juan), reinos. ¿Humo denso? Nuestro «más acá», el humo de nuestro cigarrillo o de «complejo cultural» (recordemos que la línea uno del cuarteto del poema citado dice: «Fumaba yo, tendido en mi butaca»). El arte, decíamos, nos enseña a distinguir, a reconocer, a hacerlo como lo hacemos cuando en un café buscamos un rostro conocido. ¿Registramos minuciosamente cada rostro en un café para encontrar a quien buscamos? No. ¿Registramos en todos lados para buscar las formas del interior humano? No, pero sí lo hacemos en el arte. Lo que hacen los grandes pintores es hacer del mundo «nuestro» mundo, algo reconocible, escindido, discernible, repito. Una imagen borrosa es un cálculo, es un tanteo, es un juego de coordenadas sombrías que nos ayuda a ubicarnos, a saber en dónde estamos. La poesía de Alarcón podría ser la descripción «universal» de la pintura de Monet o de muchas otras pinturas. Dice Wittgenstein: «La descripción de un cálculo logra lo mismo que el cálculo; la descripción de un lenguaje logra lo mismo que el lenguaje». Los versos de Alarcón, a guisa de descripción, logran no sólo contarnos qué fue lo que sintió Monet, sino también contarnos su técnica. De todo lo anterior podemos entender por qué los grandes pintores o escritores tienen su escritor o pintor favorito. Para Miguel Ángel el maestro Homero era la fuente de su inspiración, por dar un ejemplo.
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