Saqué mi cerveza del refrigerador y me tumbé en el sofá de ideas para pensar en la campaña que tenía que entregar al otro día. Los directores creativos son como vampiros que chupan las ideas. Cuanto más te presionan, menos obtienen de ti. Encendí un cigarrillo y encendí la televisión y mi cerebro se incendió con malas ideas y todo parecía encenderse y maldición, yo estaba ahí, tirado sin poder hacer nada ante el fuego. Me quedé dormido y soñé con una rubia que me dictaba no sé qué cosas. Por más que el escote de la rubia se abría, mi cerebro seguía cerrado. Pasó una hora y pasaron dos, no recuerdo bien. Me tomé una y otra cerveza y nada, las ideas no venían a mí. Me puse a leer la Constitución de Norteamérica y lo mismo, no encontré ahí la inspiración. Llegó la noche y con la noche también llegó mi novia. Mi novia era una alemana preciosa, egresada de Heidelberg y que no sabía nada de nada pero lo lograba todo con el encanto de su trasero. Le platiqué un poco sobre el problema que tenía, pero no supo darme una solución. Le importa un pedazo de mierda todo. La besé. Le besé el cuello y le agarré el muslo y cuando mis labios iban a sellar su boca, como en el poema de Alarcón, mi mente sufrió de una descarga químico-eléctrica y grité con ganas un shakespiriano: ¡ahuevo! Ella se asombró y me preguntó si me encontraba bien. La empujé hacia un extremo del sofá, me acerqué una libreta y una pluma y ahí la tenía, ahí estaba la puta gran idea. Ella se enojó porque, como todas las mujeres, quería toda la atención. Pero sépase, sépase bien que yo soy un publicista y que las escenas y que sus pinches dramas yo los convierto en spots de televisión o de radio. «Cada calvario me da un tema y cada lágrima una gema y cada injuria una canción», como dice un peruano. Me dormí. Sonó el despertador. Sonó Prodigy. Ellos siempre me despiertan. «Smack my bitch up», dice el coro. Soy un cabrón publicista y hoy, en la agencia, todos se van a quedar sorprendidos con mi creatividad. Antes de bañarme, me puse a leer poesías para avivar el olfato del buen redactor. Leí a Darío, a Pellicer y a Paz. Buenos versos, carajo, qué buenos versos escriben estos cabrones. Seguramente me quitarían el trabajo si fueran a pedir chamba como publicistas a la agencia en la que jalo. Abrí el refrigerador y me empiné una Coca Cola de lata bien fría y le puse una buena mordida al viejo sandwich que siempre está ahí para saciar mi hambre. Mi novia decía que yo era un puerco porque comía cualquier cosa propensa a morderse. Claro, así me la comía a ella. Abrí la llave del agua caliente. La regadera es como nuestro cerebro, porque aunque le exijas algo caliente, primero te avienta algo frío y poco a poco se va calentando la cosa. Paciencia, hay que tener paciencia y lavarse los dientes o cagar o leer la vida de Napoleón mientras el agua caliente llega. Me bañé y puse en mi Mac una buena pieza de música clásica. Sonó Beethoven, Mozart, Brahms, Grieg y un montón de tipos con talento que hacen que bañarme sea toda una odisea homérica y que mi cosa parezca inmensa. La gran idea estaba ahí, apuntada en la libreta para ideas y para teléfonos de putas. Lo único que tenía que hacer para que mi día fuera todo un éxito, era no olvidar la libreta. Si llegaba a la agencia sin la gran idea, me iban a joder. Me enjaboné bien para eliminar el ruido, ésa maldita cosa que estudiamos en la universidad. Me puse champú para hidratar las ideas. Me rasuré para verme guapo y para poder ligarme a alguna morrita en el metro. Sí, ya lo sé, tenía novia, pero es que los publicistas somos diversos y tenemos que conocer gente, sépanlo bien. Me vestí de creativo. Me puse una buena camisa de cuadros, tomé mi libro de Pound y me lancé a la aventura. Ya en la esquina, un pensamiento elevado me invadió: ¡la puta libreta se me olvidó! Regresé por ella. En el metro observé a una deliciosa estudiante de preparatoria que me veía como si yo fuese una caca de perro sobre el pasto de Cambridge. Su falda era a cuadros, como su cabezota. A mi lado, una anciana intentaba platicarme sobre sus nietos. Me contó que a uno de ellos lo acababan de meter al tambo por vender mota en la universidad. Le dije que me parecía una injusticia, porque los jóvenes merecen diversión. Marketing verde. Llegamos a la parada. Caminé. Entré a la agencia. Subí al elevador y ahí estaban todos, esperándome para iniciar el briefing. Todos contaron sus ideas y todas me parecieron una mierda. Llegó mi turno. Saqué mi libreta y fue difícil encontrar la hoja en la que había apuntado la idea. Ya saben, en esos momentos todos se quedan callados y esperan que te saques la polla o que te saques una idea tan mamona que un Cannes te quedaría de calzón. Recorrí los números de Paulina, de Itzel, de Iliana, de Casandra, de Marisol y la idea no estaba. Por fin, llegué a ella y no me parecía tan buena en ese momento. Las mujeres son como las ideas: cuando las conocemos, nos parecen preciosas, aunque después de unas semanas se transforman en simples conceptos que nadie quiere lengüetear. Les dije a los otros creativos que quería que visualizaran a un esperma con casco de fútbol americano tumbando a los espermas del otro equipo, a los espermas del sancho y triunfando. Al final, les pedí que imaginaran a un tipo bien parecido bebiendo el líquido mágico y repitiendo el eslogan mientras varias actrices pornográficas rusas de quince años lo besaban. Todos se cagaron de la risa y el director creativo gritó y comentó que la idea era excelente. Me sentí en la gloria. Una corona de laureles apareció en mi cabeza. Sonó la Zadok the Priest de Händel. Caminamos hacia el departamento de arte para platicar la idea con los mueve-ratones. Las diseñadoras se alegraron y apoyaron mi propuesta creativa. Me puse toda la mañana a aterrizar el concepto. Escribí guiones para televisión, para radio, uno que otro publi, textos para redes sociales y hasta una novela para romperle los cojones a tipos como Zolá. Mi vida parecía perfecta hasta que llamó la maldita alemana para reclamarme que por qué no había llegado a la cita. Por escribir, se me olvidó la invitación que le hice para follar. Como ya no me daba tiempo de ir a la cita, pues en la capital, en el D.F., apenas y nos da tiempo para ir a cagar, me puse a leer a Ezra Pound en el lounge creativo. Versos, versos perversos, más versos, maldición, qué buenos versos leía y qué buena era mi vida. Abrí el refrigerador de la agencia y vi que dos Negras Modelo me cerraban el ojo. Agarré a las gorditas y me fui a cotorrear a la flaca recepcionista, «tetona y de ojos vivos», como dice Rimbaud y que estaba bien buena. Le convidé una cerveza, pero se negó a tomársela porque estaba a dieta. Le dije que en mi nueva campaña había aplicado el Imaginismo de Pound y que sería un éxito total y que ganaría Effies y Clios y Ojos y Culos y Tetas… ella se rió conmigo porque el éxito estaba de mi lado. Más tarde, revisamos los textos y todos opinaron que eran geniales. Les dije cuál había sido la técnica de redacción que había usado y claro, me puse a alardear sobre mi pluma erecta y enhiesta. La hora de la verdad se acercaba. El cliente iba a llegar al otro día para conocer nuestra propuesta. Por Crispin, por Porter y por Bogusky, ojalá que el cliente llegue de buen humor. La tarde pasó tranquila. Portazos por allá, clientes mamones por acá, ejecutivas de cuenta preciosas hablando por teléfono, mi vieja chingando la madre por Face, por Twitter y por cualquier lugar con conexión al Infierno, copys en entrenamiento haciendo preguntas pendejas, diseñadores viendo blogs sobre moda, rostros de directivos y de amigos en la revista Merca2.0 y bueno, hora tras hora uno tiene que recordar que el mundo no gira en torno a la publicidad, pero que somos nosotros los que generamos la fuerza de gravedad para que eso suceda. Llegó la noche y la hora de festejar con los amigos de las otras agencias. Llegamos al bar de siempre y ahí estaban todos, buenos tipos con buenas ideas y con buenas morras esperando el momento indicado para proferir sus proezas del día. Hablamos sobre estética, sobre casas productoras, sobre redes sociales y sobre el amor, tema que jamás puede faltar. Pusimos a Soda Stereo, a Metallica y a Belinda. Hablamos sobre Bukowski, sobre las perras del Sullivan y sobre la decadencia de todas las cosas. Y es que los publicistas somos perfectos y queremos arreglar el conflicto entre Israel y Palestina con un eslogan o deshacer los problemas psicológicos de la ciudad con un diseño chingón, claro. Se terminó la fiesta. Tomé un taxi y le pedí que me llevara a mi casa. Al llegar, la alemana yacía ahí con cara de Goebbels recién cagado por Hitler y no con muy buenas intenciones. Sentí el insight antisemita. Me preguntó que en dónde había estado todo el día. Le dije que estuve trabajando. La astuta se había vestido como me gusta para convencerme y para imponer sus caprichos. Le pedí que pasara. Mientras ella vociferaba y ladraba creo que imprecaciones de Paul Celan en alemán, yo abría sendos botes de cerveza y me los mamaba con ardor. Le pedí que se callara y no lo hizo. Le reventé un bote de cerveza por la cabeza y se calló. Los redactores publicitarios tenemos el don de la persuasión. Salió de mi casa y dijo que iba a demandarme y yo le grité que con la declaración que redactaría en su contra, terminaría encerrada hasta después de que México fuera campeón del mundo por goleada. Ventajas de ser copywriter. Una vez restaurada la paz, le subí el volumen a mi Mac y Vivaldi hizo un estruendo dionisíaco. Una cerveza, un cigarro y dos y tres cervezas. Tuve que salir por una botella de whisky. Tuve que llamarle a Kelly, una gringa muy amable. Ya era la una de la mañana. Kelly es un amor de mujer, pues no importa a qué hora le llames, ella siempre tiene sed y sed de ti. Le dije que pidiera un taxi. Como a las dos de la mañana, Kelly llegó. Oí cómo se despedía del taxista, al que seguramente ya había hecho más que su amigo. Abrí la puerta, pronunció mi nombre como si fuera el de Marco Craso y como en portugués y dio un paso coqueto, de esos que uno no puede dejar de interpretar como si fueran una invitación para violarlas. Le platiqué sobre la campaña de publicidad que al otro día presentaríamos en la agencia y ella se mostró interesada. Profesional, profesional la niña. Pasó lo que tenía que pasar y el vecino le pegó a la pared para que acalláramos nuestra «fantasía contenta con amor decente». Kelly se rió y entre risa y risa nos quedamos dormidos. Una vez más, Norteamérica se le impuso a Alemania. Sonó el despertador. «Smack my bitch up», dijo el coro. Muy acordes con la situación los de Prodigy, pensé. Como estaba bastante crudo, creí que leer a Vallejo era lo indicado. El agua había amanecido deliciosa. Vomité. Vomité más y más y más y Kelly se despertó y me ofreció su ayuda. Fue a la tienda y me trajo una bebida energética de la marca que llevamos en la agencia. Le dije que quitara esa porquería de mi vista y ella no logró entender por qué, si yo hacía la publicidad para esa marca, no la quería beber. Me bañé y ella se quedó dormida en mi cama. Al subirme al metro, volví a ver a la chica de la falda de cuadros y esta vez me miró con preocupación y con una sonrisa sarcástica dibujada en ese rostro de inocencia. Invoqué o evoqué, qué demonios voy a saber, los versos de Carrere: «¿por qué aborreces la vida, risa loca?». Eructé. Le cerré un ojo y se puso roja, muy roja. Llegué a la agencia a vomitar. El cliente estaba esperándonos para la junta. Cuando me tocó explicar el insight, el racional, la investigación y todo lo demás, mi teléfono sonó pero yo no contesté y seguí muriéndome de la resaca mientras los clientes ponían cara de mierda al ver la campaña. El gráfico era una porquería y la estrategia, también. Dijeron que iban a pensarlo. Se fueron. Salimos de la sala de juntas y el director creativo empezó a maldecirlos apenas cruzaron la puerta. Me dijo que si me sentía mal, podía irme a mi casa. Decidí quedarme y trabajar al nivel de los copys en entrenamiento y redactar cosas sencillas, como menciones o textos para Twitter. Al revisar mi correo, vi una orden de trabajo y un brief. Pero lo que yo quería, era un buen RoastBrief para aliviar mi estómago. Un cliente quería que le propusiéramos algunos textos para su nueva página. Escribí cualquier tontería. Se los mandé al director creativo y dijo que eran basura. Los volví a escribir y volvió a pensar que eran basura. Los escribí diez veces y las diez veces, al parecer, escribí basura. Pensé en que mi lugar estaba en Letras Libres. No había más tiempo y tuvimos que enviar esa porquería por correo electrónico. El cliente quedó fascinado con los textos y hasta nos mandó a felicitar. En ese momento, pensé que la publicidad era como la poesía de Pound. La poesía de Pound es, para la mayoría, basura, pero todo el mundo la respeta. La poesía de Pound es confusa y a veces no dice demasiado, pero aparenta ser profunda, como la publicidad. En fin, que la vida de un publicista es un ir y venir de la incertidumbre a la fama y de la fama a la mierda. A veces he pensado en abandonarla. Jamás lo haré, porque sé que algún día la publicidad estará de nuevo al nivel de la literatura, del Pulp, al nivel del arte máximo, que es la poesía. Seguiré bebiendo y pensando y esperando a que me cuentes, lector, cómo son tus días como publicista. ¡Salud!
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