Desde la mecanización a la digitalización no hemos hecho más que dar unos pasos hacia lo realmente importante: la personalización.
Durante el asedio a la ciudad de Siracusa por parte del general romano Marco Claudio Marcelo (alrededor del 200 a. C.), sus soldados se ponían especialmente nerviosos cada vez que llegaba a ellos la noticia o el simple rumor de que uno de los habitantes de la ciudad sitiada había creado un nuevo artefacto de guerra, de cuya efectividad tenían ya dolorosas pruebas. De ahí que la aparición tras las murallas de Siracusa de algún tipo de andamio o entramado les hacía presagiar momentos complicados.
Así lo cuenta Plutarco en sus Relatos refiriéndose a Arquímedes, el más insigne siracusani, y sus desarrollos de máquinas militares.
De Arquímedes es la creación de la palanca, la polea, el tornillo…, más allá del Principio al que dio nombre. Sus conocimientos giraron alrededor de la ingeniería y las matemáticas, orientado en buena parte a la invención de máquinas que facilitasen el movimiento de un cuerpo. Estamos ante el inicio del concepto de mecanización, que adquiriría su esplendor durante la revolución industrial.
No creo que Arquímedes –al que un soldado se llevó por delante, dicen que por error, durante aquel asedio—intuyera las consecuencias de sus artilugios. De haber vivido hoy, quizá estaría en nómina de Tesla… o en las filas del paro, ¡vaya usted a saber!
La mecanización y sus herramientas, aplicadas a la agricultura, la industria y los más variados procesos productivos, ha supuesto una mayor rapidez y más calidad en los productos que antes se hacían de forma manual.
Sin embargo, la mecánica no deja de ser una extensión de las extremidades y fuerza física humanas. Un martillo o una polea facilitan ciertas labores pero no actúan por si solas. Para eso llegó el segundo peldaño de la evolución productiva: la automatización.
Del “cambio” automático a la versión digital
Automatizar significa que, por medio de información y sistemas de control, puede suprimirse la intervención humana en labores repetitivas, de riesgo o alta precisión. Las máquinas automáticas admiten diversas funciones y pueden ser de distintos tipos. No obstante, su nexo común es la autonomía de funcionamiento a partir de una orden y sobre la base de un comportamiento predefinido e invariable. Ejemplo de ello pueden ser desde el envío masivo de emails hasta la confección de una base de datos estandarizada.
El penúltimo capítulo… (porque en estos tiempos hablar de último o definitivo es propio de la más genuina ingenuidad) viene determinado por la digitalización, seguramente un concepto de mayor cobertura que los anteriores, con abundantes perfiles y que, para cuando intentamos abarcarlo, ya se nos ha escurrido hacia nuevos vericuetos algorítmicos.
Podríamos decir que la digitalización es un automatismo programado que, además de captar información, la procesa pudiendo modificar el comportamiento y la respuesta del elemento digitalizado. La operativa bancaria, por ejemplo, está casi al ciento por ciento digitalizada y, por tanto, permite su uso online; las transferencias no transportan billetes sino dígitos. O cuando guardamos nuestras fotografías en la “nube”, ésta nos las organiza en álbumes por temática o fecha, o incluso hace un montaje audiovisual motu proprio que pone a nuestra disposición. Facebook hace lo mismo empeñado en que celebremos nuestro cumpleaños.
Ante esto, cabe preguntarse ¿es que Patricia Botín, Sundar Pichai o Mark Zuckeberg, de repente, se han puesto sentimentales? No. Es solo que disponen de algoritmos para caernos más simpáticos y volvernos más dependientes de sus servicios.
Lo que he intentado resumir hasta aquí no es más que el recordatorio de los pasos seguidos en el desarrollo de la producción de bienes y servicios puestos a disposición de nuestras aspiraciones de bienestar. Sin embargo, son solo el accesorio de la única pieza imprescindible en todo ello que no es otra que nosotros, los humanos.
La inteligencia (artificial) aún no está lista para todo
Un gran exponente de la digitalización es, en este momento, la Inteligencia Artificial y su imparable evolución hacia procesos cada vez más sofisticados. No pretendo contraponer la IA con el ser humano porque no interpreto su relación como una batalla, por mucho que ciertos análisis se fijen sobre todo en los “territorios” que la primera nos está usurpando. En cualquier caso, conviene aterrizar en la realidad, tal y como recuerda el expresidente de Google China y experto en IA, Kai-Fu Lee: “La Inteligencia Artificial no puede crear, conceptualizar o gestionar una planificación estratégica compleja. No puede lidiar con espacios desconocidos y no estructurados, especialmente aquellos que no ha observado. La IA no puede, a diferencia de los humanos, sentir o interactuar con empatía y compasión; por lo tanto, es poco probable que los humanos opten por interactuar con un robot apático para los servicios de comunicación tradicionales.” Son apenas pinceladas de las áreas en las que la Inteligencia Artificial no logra usar ni tan siquiera su apellido con propiedad.
Carencias actuales de la IA aparte, la línea de trabajo que se está imponiendo en el ámbito productivo, –y no es una previsión sino una constatación– es el de la colaboración entre hombre y máquina.
En un interesante estudio realizado por la Universidad de Oxford, “Technology at work v.2.0” se recoge la opinión de uno de los mayores expertos en IA, Demis Hasabiss, cofundador y CEO de Deep Mind que corrobora el amplio horizonte que se abre en este sentido: «Si somos capaces de imbuir a las máquinas con inteligencia podrán ayudarnos a resolver grandes problemas y a controlar mejor nuestro entorno, desde enfermedades a cuestiones como el cambio climático; la capacidad de las máquinas para encontrar, comprender y gestionar información en grandes cantidades será sin duda muy útil”
La deducción de este razonamiento es que entre hombre y máquina se abre camino una alianza, cuya causa quizá sea el vínculo obvio que siempre existe entre creador y criatura, y cuyo efecto puede ser que estamos “personalizando” los dispositivos en los que se hace visible y útil la digitalización, haciéndolos a nuestra medida y usando dicha tecnología sobre todo para individualizarnos.
Parece una ironía, pero los algoritmos de procesamiento del Big Data encuentran su valor en la pormenorización y no en la masificación de la información. Será porque el hecho relevante es siempre un hecho individual más que social, entre otras cosas porque no hay sociedad sin su materia prima, los individuos.
Por tanto, la masa, como acumulación de individuos, deja de tener importancia; no así otro tipo de masa, la que conforman datos e información, cuya utilidad reside en su potencial para diferenciar las unidades que la conforman y establecer entre ellas relaciones distintas para ofrecernos conclusiones novedosas. Así, se entiende que You Tube nos sugiera videos “a medida” y Amazon compras personalizadas en función de nuestras últimas búsquedas o adquisiciones. Resulta que la estandarización a la que parece abocarnos el smartphone como prolongación de nuestra mano, y la percepción de que todos somos iguales ante un algoritmo, tan aséptico como poderoso, nos está otorgando un nuevo protagonismo como individuos, nos está permitiendo ser más personas.
Pensemos por un momento en algunas de las formas en las que, en mi opinión, se refleja este hecho.
Si nos fijamos en el mundo del marketing, las cuatro Ps de Jerome McCarthy que ponían su foco en la estrategia para aproximar el producto al mercado deben ser ya completadas por una nueva perspectiva que incluye y gira alrededor del cliente/persona.
También del ámbito de la mercadotecnia y con un significado más allá del simple cambio de terminología, observamos que el concepto de target, como colectivo que responde a un cierto perfil socioeconómico o/y de estilo de vida pero que precisa de una masa representativa y se supone que rentable, ahora ha evolucionado al denominado buyer persona, es decir a un modelo individual, mucho más preciso y más “humano” del destinatario al que pretendemos alcanzar. De nuevo la idea de persona se abre camino.
Nuevo ejemplo. Es curioso apreciar cómo el escenario en el que se exponen los bienes y servicios que se mueven en el mercado ha pasado del escaparate genérico e impersonal a la “recomendación” de las plataformas on line y al sugerente share de las redes sociales. En otras palabras: la percepción es que “alguien-humano”, vendedor o prescriptor, se dirige desde el otro lado a “alguien-humano”, posible comprador. La idea de oferta y demanda queda ya demasiado ambigua. Ahora la oferta está concebida y fabricada pensando en mí, y la demanda tiene rostro, nombre y unos rasgos de personalidad propios, además de cartera.
Y por último, otro botón, esta vez propio de los dispositivos y programas que se mueven al compás de un procesador. Si nos fijamos, la estandarización de usos y aplicaciones es ahora una batalla que se libra en el extremo opuesto, la configuración personalizada y al gusto de cada cual. A nuestro ordenador lo podemos alimentar con suites ofimáticas, de navegación por internet, de creatividad, audiovisuales, de e-commerce… etc., más y más específicas. Y para tunear nuestro teléfono móvil tenemos launchers, apps y wallpapers en número casi infinito.
En cuestión de contenido, y en el campo de las redes sociales por ejemplo, las hay con un alcance no mucho mayor que nuestro vecindario. El comercio electrónico tiene, en el reverso de la cara donde habitan Amazon, Aliexpress, Ebay y pocos más, un universo digital de “tiendas de barrio” en las que encontrar todo lo imaginable y personalizable que imaginemos… “pensando” en gustos particulares más que en tendencias masivas.
En su día, la revista Forbes expuso algunos ejemplos sobre el uso que grandes empresas y marcas hacen de la IA para la personalización. Van desde una aplicación para el aprendizaje de vocabulario en los más pequeños, creada por Sesame Street capaz de adaptarse a cada nivel individual, a Connie, el robot-conserje de los hoteles Hilton, que “estudia” a cada huésped para hacerle las recomendaciones más adecuadas; desde Rocky, el primer joyero con Inteligencia Artificial que asesora personalmente en la compra de diamantes (la tecnología Watson de IBM está detrás), a Levi’s, cuyo chatbot se convierte en un estilista virtual que sugiere los pantalones adecuados a cada cliente y sus preferencias.
El algoritmo, en fin, se hace más humano, o así me lo parece. Quizá la prueba concluyente sea la creciente preocupación que tenemos sobre nuestra privacidad y el uso que el “gran hermano” digital hace de nuestros datos personales. No tendríamos motivos para ello si dicha información no nos afectara como individuos y quedara solo en estadística.
Lo que está digitalizada no es la vida sino cada una de nuestras vidas.
Pero no nos engañemos. Si, como digo, el algoritmo se hace cómplice y nos llama por nuestro nombre no es que haya empezado a sentir algo por nosotros, es que solo cuando nos mira a los ojos tiene su trabajo sentido… porque lleva un vendedor en su código.
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