La caravana migrante ha despertado una ola de contrastes en México. Muchos se descubrieron xenófobos, otros se solidarizaron con la causa y, algunos más, dejaron que su opinión al respecto se guiara por lo que veían, principalmente, en redes sociales.
Ahí, en estos medios tan efímeros como influyentes, las imágenes de la supuesta basura que dejaban a su paso los migrantes o de un supuesto desprecio por la ropa y comida que recibían como donaciones también se viralizó rápidamente.
Esta columna trata de eso, del increíble poder de la imagen en redes sociales. ¿Puede una fotografía con un texto tendencioso polarizar la opinión de las personas cuando hablamos de un problema humanitario?
Las imágenes que nos impactan en redes sociales son aquellas que construyen una historia y se relacionan con una coyuntura en proceso: una guerra, una elección política, una crisis humanitaria, una problemática de alcance social.
Sin embargo, estas imágenes pueden ser tan descriptivas, tan asertivas, tan oportunas para definir un problema y buscar una acción al respecto como negativas y falsas.
Y ahí radica el poder de la imagen en la era de las redes sociales. En realidad, no es una falla de la fotografía, sino del público.
El escritor mexicano Ricardo Garibay solía decir que la elocuencia radicaba en el interlocutor, es decir, quien escuchaba un discurso o leía determinado escrito era el encargado de realmente dotar a estos de los correspondientes significados y absorber de ellos lo que mejor le acomodaba, desde la parte sentimental hasta la informativa.
Con la imagen en la era digital sucede exactamente los mismo, pero el gran problema de las redes sociales es que se han convertido en espacios de discusión superficial en donde cada usuario vacía enojos y frustraciones a la menor provocación.
De ahí que el efecto se multiplique tan rápido y cada vez sea más con el apoyo de una imagen o un video que con un texto: son lenguajes que se supone retratan mejor una realidad que la palabra escrita, pues la muestran tal cual es.
Lo que tal vez no hemos entendido, desde el punto de vista de la masificación de estos medios, es la posibilidad de que sean falsificables, y no necesariamente se trata de que eso que sucede en la imagen o en el video no haya pasado, sino que se puede sacar del contexto adecuado y así de fácil se borra la autenticidad de lo que retrata.
Y eso es sólo la malicia en su menor grado. Hemos visto casos de imágenes tomadas de ciertas coyunturas para tratar de ilustrar lo que sucede en determinado momento, con lo cual se cae en la desinformación. “Miren, así destruyeron un parque infantil los manifestantes” (y nos ponen imágenes de otro parque infantil durante otra manifestación, en otra parte del mundo).
Hace poco, un joven confesaba la travesura de haber alterado el poster de un festival de música para ilusionar a sus amigos, pero el problema es que la broma se salió de control y todo el mundo creyó la información falsa de dicho evento.
Puede ser una inocentada como ésta y quedar en una anécdota que engañó incluso a algunos portales de noticias que se dicen “serios”, o puede ser una imagen manipulada con fines políticos, para afectar a la opinión pública y polarizar los ánimos sociales. ¿Con qué fin? Eso depende de cada caso y de quién sea el responsable de introducir esta información.
Lo cierto es que dedicarse a la imagen conlleva una ética. Es de esas cosas que no se hablan mucho, pero que son importantes y como fotógrafos necesitamos conocerlas. Comencemos por ser nosotros los abanderados éticos de nuestro trabajo y, por supuesto, de lo que se hace con él en todo momento.
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