«Target» es una serie de cuentos breves de historias sobre participantes de estudios de mercado. Escrita por Florencia Davidzon. Hoy presentamos la historia de KIM.
KIM
Filtro de Reclutamiento: Etnicidad. Asiática. Sexo. Mujer, Edad. 20 a 35 años, Estudios Técnicos o Superiores. Tipo de Vivienda Rentada. Consumidora de: Tés/ Verde. Marca. Indistinto. Plaza. New York.
Esta era la primera vez que iba a uno de estos eventos después de su clase de medicina oriental y su trabajo como asistente dental. No sabía qué esperar. No le dijo a nadie en qué se estaba metiendo. No se sentía particularmente orgullosa, y temía ser juzgada. Sin embargo cuando tomó el elevador y hundió el botón del piso 15, sintió miedo. Creyó que debía haberle avisado a alguien, tener una coartada por las dudas. ¿Qué si esto era una mala broma? ¿O una mentira? O algo peor, ¿el camino a la perdición y su vida estaba en peligro? Ella solía ser precavida, y moverse de manera bastante escéptica. Después de tocar el botón y sentir despegar el elevador se agarró del celular, como si se tomara de la mano de su abuelo mientras su vida se elevaba hacia las alturas y su vida le pasara como una película. Kim estudiaba para ser acupunturista. Sin embargo, se creía ya médica, debido a que ha visto a su padre y a su abuelo desde pequeña trabajar en el arte de las agujas. En Corea del Norte, su tierra natal, asegura ella, había asistido a su abuelo. Lo expresó siempre muy segura, llena de orgullo y pedantería frente a todos los otros estudiantes que jamás habían tenido una aguja en su mano, mientras practicaban con naranjas. Kim, tráeme las agujas le había dicho una vez el Sr. Yu, dueño de un cuerpo pequeño con muchos años encima quien apenas podía moverse. Con sólo cinco años Kim comprometida se ocupó de la tarea encomendada. Para luego quedar junto a la puerta del diminuto consultorio esperando serle útil siempre. Espiaba como rutina por la rendija de la cerradura para aprender y dejarse maravillar con las manos del anciano que con destreza nunca temblaban haciendo su labor. Ver poner y sacar agujas la excitaba, pero más aún ser testigo del proceso de quemar artemisa en unos conos de vidrio que luego como ventosas se adherían cuerpos dolientes de los más variados pacientes. Esta obsesión le valió a Kim el apodo de la Moxa, sin saber por qué y luego caer en la cuenta que esa técnica aromática era nada más y nada menos que un proceso ordinario de moxibustión. Nunca dudó sobre cuál seria su actividad profesional, y una vez en New York, muy a su pesar de dejar su tierra natal con quince años, y peleándose con un idioma al que no podía domar, se juró nunca alejar su nariz del olor a hierbas medicinales en su vida. No fue una tarea fácil. Su sueño se vio interrumpido una y mil veces. No podía dedicarse a esto sin un papel que la acreditara como médica en este país. No importaba que ella ya todo lo sabia. No tenía tiempo ni dinero para certificarse en eso que ella ya creía conocer, hasta que cumplió los 30 años. Después de su traumática inmigración y sucumbir varios años para lograr cierta estabilidad en América, se decidió zambullir en su verdadera vocación. Se tenía mucha autoconfianza. Se destacaba y desenvolvía con más seguridad que cualquier estudiante principiante. Sin embargo, su ansiedad por graduarse y tener que estar cuatro años en una escuela la estaban enloqueciendo. Tenía que lidiar con cuestiones que para ella eran básicas. Sentía que perdía el tiempo y se enfurecía constantemente. No toleraba la cantidad de preguntas. La empezó a invadir la impaciencia y a diferencia de su abuelo, su cuerpo no paraba de moverse. Se mostraba prejuiciosa frente a su maestros occidentales además de cargar con un marcado resentimiento de cuando los niños americanos se burlaban de su acento. Ahora se sentía en ventaja y no paraba de acrecentarse su sentimiento de venganza. No era ese su propósito, pero no podía evitar reírse de cómo los americanos pronunciaban el nombre de las hierbas. Kim, que ya no dejaba que nadie le dijera Moxa, extrañaba su casa, su país natal. Pero sabía no tenía opción de regreso a su Corea del Norte. Ese pasado, su casa, era una vaga idea de hogar, el entierro de su padre, eran sólo recuerdos, ese mundo se había esfumado para siempre junto al abuelo que se negó abandonar su diminuto consultorio. Ella era una sobreviviente. Debía continuar con su nombre y su saber. Pero qué hacer con sus sentimientos y emociones negativas, con su estado irritable y alterado siempre. No podía controlar su enojo. Reaccionaba cuando la miraban y cuando no la miraban. Se frustraba cuando las cosas se sucedían como ella suponía irían a pasar y cuando no sucedían. Kim no lograba estar en paz. De inmediato su enojo y su espíritu perturbado emergían. Un estado del que se sentía cautiva y del que no podía escapar, tanto era este padecimiento que Kim terminó pensando que eso estaba en su naturaleza. Estaba presa de su rigidez y sometida a su idea de perfección. Una noche, en un sueño, su abuelo se le apareció. La regañó por cargar tanto orgullo. La amenazó a que dejara de inmediato esa arrogancia o la invadiría una enfermedad que la haría morir. Kim despertó decidida a hacerle caso. Intentó dominar sus emociones. Pero no pudo. Entonces le puso un nombre a su padecimiento que creía ya estar instalado en su cuerpo. Estaba convencida que ese enojo era el germen de la enfermedad con la que la amenazó su abuelo. Ella tenia el síndrome del inmigrante desgajado de su fruto. Culpaba a la ciudad de NY, al viento, a la lluvia, al calor, y el frío de esa ciudad la había infectado todo ese mal. Se auto diagnosticó así para salvarse, ella tenía una sensibilidad subnormal en estado avanzado. No hizo una doble consulta y empezó a auto medicarse con hierbas y agujas dolorosas en sus pies, agujas que se colocaba entre sus dedos, donde más dolía. Sin embargo, Kim sólo conseguía estar en calma cuando atendía a otros. Finalmente la dejaron tener algunos pacientes en la clínica universitaria algo que era parte del programa. Apasionada de su trabajo entraba en un trance de paz, y aunque tener que estar frente a un supervisor occidental la sacaba de onda, se dejaba disfrutar. Su alta seguridad la posicionaban bien a pesar de su inexperiencia en los procesos nuevos que le imponían hacer en América. Ella cometía varios errores pero salía airosa. De vez en cuando hacia sangrar demasiado a sus pacientes, y muchas veces les tocaba el chi sin querer produciéndoles un dolor agudo. Pero pocos se quejaban. Pero eso no era vida. No se podía tener pequeños instantes de placer en un día de veinticuatro horas de padecimientos. Kim siempre había vivido en un barrio de orientales junto a compatriotas anónimos que le daban cierta tranquilidad. Y como parte de su tratamiento a fin de deshacerse de su enojo decidió que debía mudarse, tener una habitación y una cama con otra orientación. No conseguía nada en precio razonable, o que se acomodara a su presupuesto en su barrio. New York había trepado a precios exorbitante. ¿Cómo hacer para juntar más dinero? Kim empezó a buscar oportunidades de trabajos free lance. Oportunidades de hacer algo de dinero extra. Fue así como se anotó en la base de participantes de estudios de mercado de una compañía que saliendo de un supermercado le prometió pagar por sus sinceras opiniones sobre productos, marcas y servicios. Por qué no, se dijo. Ella era crítica, con una mente bien escéptica. Ella sería perfecta para ese trabajito ocasional. No lo dudó, la ecuación entre poco esfuerzo y grandes sumas de recompensa la convencieron. Al principio ella creyó que sería un trabajo online, pero luego comprobó que había compañías que las querían tener de cuerpo presente, así, sólo para hablar de su experiencia con los productos. Levantó el teléfono y llamó. De qué otra forma alguien podía ganar 150 dólares por dos horas de manera decente. Se sintió afortunada ante la oferta de asistir esa misma tarde a una sesión, como dijo la mujer que la entrevistó brevemente por teléfono. No, nada dijo luego esta mujer. Venga con su documento y buena vibra, con muchas ganas de platicar. Kim recordó su mal del enojo pero se esforzó por dejarlo en su casa cuando puso el documento en su bolsa. Kim sintió miedo, viéndose tan diminuta frente al inmenso edificio corporativo. El elevador se abrió. Kim se subió. A la mitad del trayecto, Kim se alivió cuando otras tres coreanas entraron al cubículo de espejos junto a ella. Iban al mismo piso. Se movían con confianza, relajadas y contentas. Kim se tranquilizó. Cuando llegó a la recepción, una señora muy parecía a Tootsie, le dio unos formularios para llenar y un bolígrafo. Kim se sentó y completó su encuesta tratando de terminar rápido. Sin embargo fue una de las últimas de entregar sus hojas. Su formulario fue revisado en detalle. Ella pudo percibir una mueca extraña, una arruga en el ojo derecho de Tootsie la amenazaba con haber cometido algún error. Esa mujer que hacia marcas en todas las hojas en rojo, y desde la primera anotación la miraba como a una sospechosa. Entonces, no usas azúcar, ni ningún endulzante para el té, le preguntó a Kim. Con seguridad y honestidad ella le dijo que no. La mujer no quedó satisfecha. «¿Nada? Digo para agregarle algo de sabor y hacerlo más dulce». Pero no dejó que Kim contestara, ante su mirada se alejó con su cuestionario alterada. Las demás mujeres sintieron curiosidad por Kim, y empezaron a darle conversación. Ella sólo quería saber si estas otras mujeres ya habían hecho algo así. La más alta asintió y confesó que conocía a las otras dos de eventos como este. Entonces te dan efectivo o un cheque preguntó con interés Kim. No, qué va, la chava de falda de flores amarilla contestó, son siempre certificados de compra. Tal vez de algún supermercado. Kim sintió una inmediata decepción. Me lo hubieran dicho antes. Pero bueno, al menos nadie la había raptado ni era todo un gran engaño. 150 dólares para el súper, Kim empezó a hacer números. Luego con certeza y gratificación les dijo, uno a la semana de estos encuentros no estaría mal, en 5 o 6 me compro un nuevo colchón. No te llaman tan seguido dijo la más joven. Kim se entristeció. Tootsie volvió y comenzó a llamar a las mujeres por sus nombres. No nombró a Kim. Ella incómoda posó su mirada en el suelo de baldosas maderas. El rechazo le supo agrio. Confundida y triste su enojo comenzó a crecer sin que ella pudiera hacer nada. Espere aquí, Tootsie le dijo mientras todas las mujeres menos ella pasaban a una sala contigua. Kim obedeció en silencio. Todas las demás muy ruidosas en fila entraron en una sala. La última, compañera de elevador se despidió, gusto en conocerte Kim, parece que estás con suerte. Kim no entendió por qué. Cómo podía tener suerte de quedarse sola afuera. Sus miedos volvieron. ¿Qué pasaría ahora? ¿Por qué la dejaron fuera? ¿Qué le pedirán ahora que haga? ¿Fue porque dijo que tiene trabajo de asistente dental? ¿Fue porque su acento coreano era más marcado que el de las otras mujeres? ¿Debería seguir ahí esperando, o irse? ¿Debería poner en su Facebook dónde está, hacer un check-in por las dudas, para informar al mundo de su paradero? ¿Qué tal si ahora sí la secuestran y esto fue todo una farsa? Kim vio una planta sola junto a la ventana que había empezado a secarse. Kim, sin pedir permiso, tomó un vaso de plástico, lo llenó de agua de un botellón y la regó. Al hacerlo, una imagen de su parque infantil en Corea y la de un jardinero que allí trabajaba se instalaron en su cabeza. Algo extraño, jamás había vuelto a verlo o pensar en él, ahora esa era una imagen vívida que ocupaba espacio en su mente otra vez. Ella recordaba su uniforme, su sonrisa. Su enojo creció después de tirar el vaso de plástico en el cesto, y ver llegar a la recepcionista. Señorita Kim, le dijo. Ya tenemos el número de participantes que necesitábamos. Le agradecemos haber venido, pero no será necesario que se quede. Kim se puso tensa. Qué le estaba queriendo decir esta mujer, dónde estaba la promesa económica por su tiempo invertido. Había tenido que meterse al metro, aguantar cinco estaciones apretada de pie, luego hacer una transferencia en otra línea que olía a huevo podrido mientras la empujaban niños con mochilas coloridas. Y no sólo eso, se había metido en el peligroso elevador, había conversado con estas mujeres que no dejaban de hacerle preguntas, hasta había regado las plantas de ese lugar. Quería su dinero. Kim no dijo nada al comienzo pero luego cobró valor. Bueno, supongo que no es mi culpa si ustedes convocaron a más gente de la que necesitan, dijo, y con esa seguridad de derechos adquiridos en América agregó, espero que me compensen de alguna manera. Seguro, dijo la recepcionista, justo iba a decirle eso. Tootsie tomo del escritorio un certificado de regalo de 150 dólares para ser gastados en una tienda departamental. Kim nunca había comprado allí. Esperaba dinero en serio. Se lamentó mientras sostenía esos cupones en sus dos manos. Luego pensó, igual tienen área de colchones, y con unas visitas más estoy más cerca de curarme. Saludó entusiasta a Tootsie, espero me llamen otra vez, y se escabulló por las escaleras dispuesta a bajar 15 pisos a pie, porque eso decían en el Feng Shui. Fin. Ilustración de portada: Fernanda López
Discussion about this post