En la segunda guerra mundial los japoneses crearon una unidad especial de ataque con pilotos suicidas. Tenían la misión de impactar su avión lleno de explosivos contra las bases estratégicas del enemigo. La historia los recuerda como “los kamikazes”. A pesar del horror que pueda asociarse con cualquier tema que tenga que ver con la guerra, hay algo que me gusta rescatar de su concepto y es que el kamikaze, es una persona que está tan convencida de su misión, que está dispuesta a entregar su vida con tal de cumplirla. Si adoptáramos esta filosofía de manera positiva, podríamos agregarle una nueva carga semiótica, en donde “kamikaze” podría ser toda persona que cultiva la mística en su trabajo y en su vida al 100%, que adquiere un compromiso consigo misma para dar lo mejor de sí, sin dejarle ningún espacio al “hubiera”. La mayoría de las situaciones que nos agobian, tienen su fundamento en la miopía de las propias culpas. Siempre habrá un tercero que funja como chivo expiatorio, todo siempre es culpa de nuestros padres, de nuestros profesores, de nuestros jefes o de nuestros gobernantes y nos sumergimos en la incapacidad más grave de todas, la incapacidad de realizar una autocrítica. Pero si depositamos toda la responsabilidad de éxito en nosotros mismos, estaríamos asumiendo la responsabilidad del equilibrio universal. Pienso que si no ponemos nuestros dones al servicio de los demás, estamos privando al mundo de tener esa parte del universo que no es como nadie, esa parte que somos nosotros mismos y que nos hace imprescindibles en este gran orden. La procrastinación se presenta como una trampa mortal, que nos desenfoca de aquello a lo que deberíamos destinarle tiempo. Como bien apuntó Séneca “No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho”. Así que lo mejor que podemos hacer es dejar la mediocridad de lado y concentrarnos en hacer nuestro trabajo, aplicar positivamente la filosofía del kamikaze y que en cada proyecto que emprendamos, dejemos un poco de nosotros mismos. Imagen cortesía de iStock
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