Aunque un ingrediente fundamental en el artista es tener una personalidad marcada y quijotesca, es necesario carpirla todos los días. Ezra Pound, el gran crítico incapaz de buenos versos pero capaz de promover los versos de los demás, ha dicho en uno de sus intimidatorios ensayos que el creador debe apalear su ego, pues todos somos perros bajo el granizo. ¿Qué provoca que nuestro ego se le imponga a nuestra capacidad para sudar, para crear, para acabarnos los dedos? El provincialismo. El plectro del artista provinciano es contrario al del artista cosmopolita. Para el artista provinciano su ciudad es un cosmos y el resto del mundo es un caos (como el parisino, como el neoyorquino, como el vienés), mientras que para el artista cosmopolita todo es un caos y es responsabilidad suya, siente, darle orden a las cosas. Ayer, leyendo al cubano Esteban Borrero Echeverría, extremeño promotor de la prosa poética, leí que la estética es una ética aumentada, lo cual me hizo razonar que la ética es una lógica multiplicada, y que a través de la belleza podemos encontrar la verdad y la bondad. Una cosmovisión, una lógica, hace que busquemos la bondad, y siendo buenos hacemos actos bellos. Pero el relativismo, pariente directo del provincialismo, todo lo ha echado a perder. El goce estético ha sido usurpado por las preocupaciones históricas y sociológicas, todas provincianas. Han dejado de preocuparnos los individuos y sus obras, y sufrimos el furor del nacionalismo. Nos hacemos llamar cosmopolitas porque hemos fungido como turistas, porque hemos pisado naciones, porque hemos volado sobre Italia, Francia, Alemania o Estados Unidos, pero nunca porque conocemos muchos espíritus, que según las filosofías panteístas son todas partes fundamentales del espíritu del mundo, del cosmos. Antes (en la escuela estoica o en la Inglaterra de Chaucer), para llamarnos patricios del mundo nos remitíamos a las fuentes del saber más propicias al hombre, a las más universales, a la vista y al oído. Hoy, sí, somos curiosos turistas en busca de platillos, de sabores, de olores, de animales de pieles exóticas. Busquemos la esencia del lenguaje en cada parcela del planeta, no «cosas imposibles» en un mundo finito. Miguel de Unamuno, viejo rector de la prestigiosa y por la historia siempre adulada Universidad de Salamanca, escribió en su obra que el lenguaje es la substancia del pensamiento. Orwell, prosista preocupado por la limpidez característica del israelita, que en desiertos y llanos aprendió a pensar a solas y llanamente, sostenía que matar el lenguaje es como matar el pensamiento. José Ortega y Gasset, educado en Alemania para descifrar el nominalismo del cosmos, enseñaba en sus lecciones que la conciencia del hombre, que la parte más oscura del hombre, está hecha de gramática, de idioma. Es importante comprender que cada idioma tiene su propia forma de entretejer el mundo. El hombre que como instrumento primigenio tiene el alemán observa cosas distintas a las que observa el que italiano primero habló. ¿Qué hay arriba de la consciencia? El lenguaje. Lenguajes hay muchos, pinturas hay, música hay, esculturas hay, y cada una de tales artes serán observadas por una consciencia alemana, italiana, portuguesa o castellana. Que ignoremos los avatares del espíritu significa que somos provincianos. Al viajar sentimos que todo lo ignoramos, que por doquier buscamos lo absoluto, encontrando siempre sólo cosas. Si no somos avezados en algún tema concreto debemos transformarlo en abstracto, que es facsimilar a lo universal. Si no sé cuáles fueron las aventuras por las que Sertorio pasó entonces evitaré emitir opiniones y trataré de hablar del «tipo», de la «especie», del valor humano y no del valor de Sertorio. El provinciano, incapaz de meditar filosóficamente, teóricamente, busca perennemente ejemplos, ilustraciones. El peor error del redactor consiste en desear que el público entienda sin esfuerzo sus modos de pensamiento, su idioma y su lenguaje. ¿Qué hay después del lenguaje? La lengua. Lenguajes, he dicho, hay, y hay pinturas y poesías, pero también hay pinturas surrealistas, cubistas, clásicas, clericales. Tan variopintas derivaciones del lenguaje producen lenguas, mezcolanzas lanzadas a la suerte por la historia. El castellano, para dejar clareadas las cosas, difiere del alemán, y el castellano de Madrid o de Lope de Vega difiere del bonaerense castellano de Borges, y el borgiano castellano difiere del de Lugones, y el de Lugones, que era intelectual, difiere del castellano de la clase obrera. Inacabables como el hastío son los pisos de la lingüística. La misión del lingüista es la siguiente (me limito a parafrasear el dictamen con el cual Wittgenstein abrió sus `Philosophische Bemerkungen´): cualquier expresión del lenguaje queda analizada o comprendida cuando su gramática ha sido entendida desde un punto de vista lógico y sin importar el tono de dicha expresión. Fina herramienta como la mostrada sirve para eliminar del lenguaje lo inútil, lo que es irrelevante en cualquier idioma o lenguaje o lengua, trilogía cubierta por una especie de `bric-à-brac´, quiero decir, por las menudencias del habla. Al hablar desperdigamos mucha energía, muchas palabras, muchos gestos. Y sin embargo, afirmo, es en el habla popular en donde más encontramos la substancia de la cual está hecho un pueblo. Como Shaw, que a través de Higgins dilucidó las ventajas del estudio de la fonética y de la fonología, aspiramos a la capacidad de poder distinguir cuál es el barrio de una persona por medio de su habla. ¿Y a qué viene toda la anterior diatriba contra la ignorancia de la lingüística? Viene a prevenirnos de los dislates que se cuentan a continuación. Casi todos los textos que leo en la prensa o en los manuales de estética parecen ser redactados por juristas o por vendedores de seguros, por arquitectos de provincia o por médicos sin especialidad. Las enumeraciones, la rigidez, la multiplicación de los entes y de las metáforas, o dicho sea de otra forma, el insulto secular de las leyes de Ockham, impide que la gente quede persuadida al leer. Si la prensa ha perdido poder es porque los redactores de dicha prensa ya no saben escribir, o persuadir, o retorcer, amasar y suavizar la incredulidad. El redactor profesional confunde el éxito de la técnica con el éxito real. Podemos ser los mejores técnicos, pero no los más talentosos. Carecer de encanto, como decía el maestro Stevenson, es en el mundo de las letras carecer de todo. Goethe ha dicho que el artista en ciernes hace obras perfectas, pero no comunica sentimientos perfectos, bien definidos. En un poema Tennyson enumera y se vale de la fonética para transmitir un sentimiento patriótico, y lo hace así: «Saxon and celt and dane are we». Ricardo León, para exaltar el sentimiento por la `Mater Hispania´, enumera y usa símbolos, y los pone sobre la ristra del tono castizo. Oigamos: «¿A tudescos, franceses o britanos/, sobre el pavés de tu arrogancia pones/, tú, el recio domador de los leones/ que guardan tus escudos castellanos». Tennyson sintetiza (`we are´), y Ricardo León escinde (`pavés´, `arrogancia´, `domador´). El primero desea parecer cosmopolita, pero no lo logra. El segundo desea parecer nacionalista, pero proyecta cosmopolitismo. ¿Por qué? Porque el tono de Tennyson, al aspirar a la neutralidad, delata su afán por el mundo, y todo afán o deseo señala una carencia. Ricardo León, antípoda aquí, no busca matar su luengo tono, y se nota por su desdén que conoce la estirpe mundial. Fotografía cortesía de Fotolia
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