“Target” es una serie de cuentos breves de historias sobre participantes de estudios de mercado. Escrita por Florencia Davidzon. Hoy presentamos la historia de TING.
TING
Filtro de Reclutamiento. Etnicidad. Asiática-China Sexo. Mujer, Edad. 20 a 35 años, Estudios Técnicos o Superiores. Tipo de Vivienda Rentada. Consumidora de: Tés/ Blanco. Marca. Indistinto. Plaza. New York.
Ting era una mujer china de aproximadamente 35 años, que apenas recordaba su país. Se había ido de pequeña para no volver. Hablaba chino a la perfección y recién hace unos años, eso que era una vergüenza, había empezado a tener un valor. De pequeña hablaba con su familia con disimulo, bajito. Sentía pena de que esa fuera su primera lengua y no hablar bien el inglés. Luego lo habló a la perfección y no se cansaba de corregir los múltiples errores de pronunciación y gramaticales que cometían sus padres. Ting solía llevar una larga trenza. Pero ahora estaba en un salón de belleza a punto de cortarse el cabello. Ella era la asistente personal de un master, un maestro de las artes marciales. A ella no le importaba mucho su trabajo. Pero su padre estaba enfermo, él trabajaba allí ayudando al maestro y le prometió reemplazarlo hasta que su padre se pusiera mejor. No le gustaba estar ahí ni ver cómo la gente se peleaba y golpeaba aunque esto fuera una coreografía. No podía comprender cómo gente normal iba ahí a pelear, a formarse para ser como un samurái del siglo pasado. Cómo podían entrenarse así y tomarlo como un deporte si había un millón de cosas más interesantes que hacer con el tiempo. Ting estaba preocupada por su padre que no mejoraba. Su madre había muerto hace tiempo y desde esa pérdida ella lo recuerda siempre débil. El año pasado apenas podía salir de su cama. Nadie podía dar con su problema, simplemente había perdido la fuerza en sus músculos y no podía moverse. Hubieron días en que Ting pensó en renunciar. Cuál era el punto de mantener el trabajo del padre. Él no podría retornar con seguridad. Ting no era tan fuerte ni se movía de forma tan decidida para llevar adelante este deseo. Se lo había prometido a su padre, y ella era una persona de cumplir sus promesas. Pudo tomar el trabajo de su padre, porque ella acostumbraba a trabajar desde su casa. Ella era una hacker profesional. Una excelente hacker. Las corporaciones le pagaban para testear los problemas en el sistema operativo de la red. Al principio lo tomó como una aventura que hizo de casualidad, pero como era realmente Buena no paraban las ofertas de trabajo. Nunca imaginó que esto podría ser un trabajo, un modo de vida. Era eficiente y rápida. Entonces como siempre le sobraba tiempo consideró ayudar al padre. Su tarea consistía en mantener el dojo limpio, poner flores, cambiar el agua, tomar asistencia de los alumnos y encargarse de los pagos. No era un trabajo muy demandante. Pero ella se aburría, tanto que sentía derretirse en la silla mientras oía los gritos y los ruidos de las patadas y el correr frenético de los estudiantes. Le estaba prohibido usar su celular o su computadora allí. Eso era lo que más le pesaba. Era una prisión. Sin sus aparatejos electrónicos ella estaba perdida, no sabía qué hacer, su vida no tenía sentido. Se volvía como un perro atado que al soltarse seguía ahí sentado sintiéndose miserable. Un día un alumno le pidió tomarle una foto de su práctica previo a una competición. Ese día TING descubrió su amor por la fotografía. No solo sería la encargada de vender los uniformes para el evento, sino que tomaría fotos. Empezó a querer a la gente de ahí, a pesar de lo que hacían, a formar un vínculo colgado de una imagen, de un instante, de una foto. Sus padres siempre habían intentado enseñarle el arte de diseñar uniformes y bordar los nombres en chino. Pero Ting no tenía paciencia. Ella era una mujer tecnológica, una geek. Muy rápida con los botones como para perder tiempo con unas agujas pequeñas. Ahora que su padre estaba incapacitado, ella vendía los uniformes que quedaban, y se empezó a preocupar sabiendo que tal vez su padre no podría coser nunca otro atuendo. Nadie tenía su técnica. Él era el único que sabía cómo hacerlos. Había algunos que se importaban desde china, uniformes industriales. En el pasado eso hubiera sido impensable, cómo un ciudadano que había dejado China iba a comprar productos de tierra comunista, “antes la muerte”. Ahora, a nadie parecía importarle este detalle. Lo cierto es que los uniformes de su padre eran artesanales, no había nada tan delicado, suave y perfecto como la tela de los uniformes de Kung Fu de su padre. Se apenó de no haberles hecho caso, de no haber aprendido a tiempo, ahora era muy tarde. Ella tenía una cámara pequeña que había pasado de moda y además tenia la cámara de su celular. Pero quería algo nuevo, más grande y más profesional. Poder jugar con la luz, con los lentes. Explorar las posibilidades del contraste y perspectiva. Ya había sacado miles de imágenes a los estudiantes posando y capturando el arte de hacer uniformes de su padre. Pero quería poder capturar la danza de su arte en movimiento. Mostrar la vida de esos cuerpos practicando con devoción y pasión. Fue a una enorme tienda de fotografía en Manhattan, en la calle 6. Se quedó por horas mirando las cámaras. Intentó dar cuenta de la diferencia de cada una y con cuál le convenía comenzar. Comparó precios. Nada era muy accesible. Pensó de inmediato en su padre, estaba tan débil que no se podía permitirse hacer este gasto. Si ella vendía más uniformes o consiguiera más trabajos de hacker tal vez. Pero las cosas venían lentas en esta época. La economía de Estados Unidos no era lo que había sido. Tenia que esperar. Se fue del negocio con las manos vacías. Fue ahí cuando le pareció escuchar la voz de su madre, pero se dejó aturdir por el ruido del metro de NY. Le mencionó esto a su padre. Él no reaccionó. Estaba muy débil para opinar algo. Solo asintió con su cabeza y parpadeó hasta empezar a roncar. Ella nunca supo si eso fue una señal de apoyo para que ella se comprara una cámara o no. Al día siguiente su padre murió. Ella no pudo llorarlo. Solo lo tapó. Le acercó la foto de su madre y se acostó junto a él. Cerró sus ojos sin dormirse y se quedó así por horas. Luego, Ting llamó al Sifu, le comunicó las malas noticias y se excusó por no ir a trabajar. Ese día muchísimas personas se aparecieron en su casa para despedir a su padre. Anónimas personas que conocían a su padre desde hace añares y ella no tenía la más remota idea de quiénes eran. Alumnos del Sifu, gente del dojo, gente que había tomado clases de algo en el pasado y sentían gratitud. Fue un alivio de alguna manera saber que alguien más que ella iba a llorarlo. Aunque no fue tan triste como cuando su madre se fue. Esta vez ella estaba mejor preparada para la noticia. Él había estado enfermo hace mucho. Que su casa se haya llenado de gente la alivió. Cuando su madre murió su padre no dejó entrar a nadie, pero esta vez el Sifu había traído a toda una comitiva. No es lindo morir solo, pensó Ting, y pensó en todos los amigos virtuales que no aparecerían el día que ella se muriera y solo pondrían un like virtual por ahí. TING no podía sacarse la idea sobre la continuidad de los uniformes bordados con los nombres en chino de los alumnos. No era solo que su padre había muerto. Sino tener la culpa de que su rebeldía había cortado la cadena y el no saber del diseño de uniformes la hacía sentir miserable. Nadie parecía notar o preocuparle este pequeño detalle de la perdida del arte de hacer uniformes de artes marciales, pero ella se sentía con una responsabilidad dolorosa por su falta de destreza y talento para mantener esa tradición viva. “Amituofo, Amitoufo, Amitoufu”, todo el mundo repetía por todos lados. Era demasiado. Se escondió en una esquina y se durmió sobre los últimos uniformes del stock de su padre. Cuando se levantó la gente a su alrededor seguía conversando. Ninguno parecía un verdadero budista. Se quejaban y expresaban con frases llenas de enojo hasta que salían a la terraza a fumar. Ella creyó que eso era irrespetuoso pero no dijo nada. Solo se movió de lugar y se sentó en un sofá. Dos mujeres conversaban sobre un evento al que habían ido la semana pasada juntas. Un focus group le dijeron a TING tratando de integrarla en la conversación. Pero ella las dejó hablar. Prefirió escuchar con poco interés, aunque sorprendida las cosas que estas mujeres contaban. Hablaban sobre un desopilante concepto para un nuevo producto que les mostraron. Y se reían de todas las otras participantes, en especial de la moderadora de ese evento. Una en especial se reía fuerte, imitando la reacción de otra mujer cuando probo un producto y le agarró un ataque de tos que casi la hace vomitar, por lo que la sacando de la sala. La otra se seguía preguntando si había sido su culpa o del producto nuevo. “Qué hiciste con el certificado de regalo”, le preguntó la otra. Ahí fue cuando TING empezó realmente a escuchar. “Me compré una cámara”, escuchó. “No cubrió todo, pero gran parte”. “En serio”, preguntó TING con curiosidad mientras su vista se cruzaba con las cenizas del altar de su padre. “¿Qué puedo hacer para participar, para que me llamen a probar productos? Yo como lo que me pongan en la boca”, convencida que su padre la apoyaría desde lejos para que ella tuviera su primera cámara. Ting siempre había dudado si una persona podía comunicarse con los espíritus, y con los muertos. Siempre había criticado a su padre por mencionar sin disimulo que él mantenía conversaciones con su madre. No, ella no se volvería loca como él ni estaría atada al alma de su padre de por vida. No había suficiente evidencia en este mundo que el alma existía. El Sifu se sentó junto a TING con calma. Nunca lo había visto tan tranquilo, tan en paz. Él debía cargar también dolor, pero no lo mostraba. Solo se sentó a su lado y le ofreció compañía y silencio. Tal vez meditaba con los ojos abiertos, pensó Ting. Él se quedó sin moverse unos minutos. Luego tocó a Ting en sus pies y le dijo «debo irme un momento, enseguida vuelvo, estás a cargo». Y se fue. TING sintió calma. Había quedado poca gente en su casa. Ella quería que se fueran todos y la dejaran sola. Pero no iba a forzar o echar a nadie. Tomó el teléfono y empezó a ver sus mails mientras intentaba hackear algunos sites. Qué más podía hacer. Estaba aburrida. Tan aburrida. Al final y en ese momento poner toda su energía creativa en hackear al sistema era todo lo que sabía hacer. La única cuestión que le daba verdadero placer. Una gran oportunidad de liberar tensión, de trascender y fundirse con el universo, provocando verdaderos cambios. FIN. Ilustración: Marilaura Muriedas / Instagram: @lalidraws
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