Chiste típico, frase común, muletilla de cliente, comentario bomba. Para mí, el logo se viene agrandado hace 9 años, desde los primeros días que trabajé en una agencia de publicidad. Es la cereza de la torta, el estandarte que incrementa la “presencia de marca”, la excusa perfecta para romper con la pluscuamperfecta armonía que el diseñador ganó a pulso con su mouse y los márgenes en la pantalla.Gracias al logo y sus dimensiones in crescendo he renegado, he consolado diseñadores y superado con humor la apatía del vigésimo cambio. Sin embargo un día se me ocurrió que tal vez el “agrandar-el-logo” era una especie de metalenguaje publicitario, es decir un lenguaje que se utiliza para hablar de otro lenguaje. Poco a poco empezó a pasar. La risa ya no fluía y el comentario esperado resonaba distinto. En lugar de escuchar que debemos Agrandar-el-logo, empecé a escuchar voces que me susurraban sobre orden de lectura, sobre la puntualidad de los mensajes, tamaños mínimos, pesos visuales, de la saturación de las fotos y de cuando en vez de gustos personales (Esto último lo recuerdo con cariño junto a clientes que se confesaron amantes del verde limón y el rojo pasión, pero que han sido una poco entrañable minoría). Empecé a entender que en la mayoría de ocasiones, el pedido de agrandar el logo es el indicio de algo que ameritará que empecemos a preguntar más, a descifrar qué es aquello que el cliente sintió cuando atinó a decirte que agrandes el logo. Con razón o sin razón, si no agrandamos el logo, agrandemos siempre el criterio. Imagen cortesía de iStock
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