Apuntes para clase de semiótica- El ser humano, antaño, buscó la belleza en el arte, que hecho con conciencia, despierto y congruo con el sentir y el pensar es estética, sistema de análisis que escruta los caminos que nos llevan a las síntesis que fraguan lo sublime, a los mares de aire homéricos, a beber los vientos acuátiles agitados por Shakespeare, a sufrir las flamas frías de los culteranos de nuestras letras de oro, a las arenas árabes o pampeanas que adornan versos de bardos del jaez de Estalisnao del Campo, José Hernández, Villaespesa o Zorrilla. En la bizqueada historia del arte han tenido lugar sendas obras exóticas, ya pinturas que parodian lo feo, ya esculturas que destrozan lo humano, que han trocado los gustos. El arte viejo, clásico, impetraba a la naturaleza para extractarle la esencia, el quid, la forma, que no se distinguía de la substancia con la delicadeza con la que se distinguió en edades distintas. En el arte, según los dictámenes de José Ortega y Gasset, podemos medir las transmutaciones espirituales que acaecen en toda sociedad. La sociología, ciencia que afana desanudar o explicar las razones que hacen que una generación guste o se disguste viendo determinado arte, ha dividido, siguiendo lo dicho por el meditador español supracitado, a la gente en dos grupos: en el que comprende el arte nuevo, de gentes de pecho abierto, y en el que no lo comprende, de gentes de pecho hermético. ¿Qué podemos conocer con nuestros viejos ojos? Responder ingente y kantiana pregunta nos ayudará a conocer el interior de la gente, de una masa o de una élite. ¿Por qué Picasso es enojoso para muchos? ¿Por qué Pollock es armonía pura para otros? ¿Por qué Chirico resulta cenceño para ojos jóvenes? ¿Por qué Debussy connota paz? ¿Por qué las épicas de Wagner lucen como inocentes mentiras? Los críticos anquilosados piafan, berrean ante su incapacidad para explicar una nueva obra de arte que poco coincide con los gustos del pasado. Martin Buber escribió en muchos libros que el hombre sólo puede ser definido merced a la opinión de otros hombres, esto es, decía que el hombre, siendo imagen, es interpretado por otros hombres que en él ven semejanzas o desemejanzas. ¿No estremecía Don Quijote al prójimo con su excéntrica y desusada presencia? Cuando un ajeno o extraño puede definirnos, cuando nosotros no podemos definirle, ¿qué sentimos? Incomodidad, sentimos que algo nos falta, que no podemos asir con nuestros sentidos la mancha quijotil que miramos, y por tal le tildamos a la susodicha adjetivos de locura, de perversidad, de depravación. Ortega y Gasset, en su penetrante ensayo rotulado `La deshumanización del arte´, anota: «Mas cuando el disgusto que la obra causa nace de que no se la ha entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra». Nuestras sólidas definiciones del hombre, de basas antropológicas y sociológicas, se desvanecen, a palabras de Marx, en el «aire». Y es que los molinos de viento modernos, potenciados por la mano humana, fortísimos empujan ingentes masas de aire que nos ensordecen, nos dificultan la visión, nos amilanan la mente con undívagas vaguedades, nos destronan de nuestro erguido trono y nos obligan, finalmente, a volver a definir qué somos y qué podemos conocer con unos sentidos obnubilados por la técnica. El artista joven ya no recama su arte con agua, con aire o con fuego, ya no con elementos, sino con compuestos. Todo es divisible hoy, y las ciencias se han encargado de instaurar orígenes, comienzos, límites, quedando, así, momentáneamente respondidas todas las preguntas primordiales de la filosofía, que siempre en zaga va del arte. En el `Prólogo´ que Marx redactó para la edición segunda de `El Capital´ leemos una proposición profética: «Son los signos de los tiempos, y es inútil querer ocultarlos bajo mantos de púrpura o hábitos negros». El arte viejo, cual piel antigua que encubre interior nuevo, escamotea lo de adentro, amengua el tronar de un corazón agitado, exorna con barrocas arrugas músculos prestos a la acción. ¿Acaso el arte nuevo no tiene forma? ¿Será que carecemos de cierta «nobleza de nervios» para entender novedades? ¿Es el garabato hijo del esperpento y éste hijo del hombre de la era industrial y revolucionaria, acotado a perennes movimientos y a angustiosos espacios, como en la gran novela de Valle-Inclán? ¿Se ha derruido a fuer de novedades el hombre miliunanochesco? ¿Cabe imaginar bermejas noches fauvistas, escasas horas infinitas, miliarios minutos seculares y segundos que batanean nuestra paciencia? Ortega y Gasset lo niega, pero Borges niega tal negación orteguiana, que a su vez podría ser un capítulo más de un consabido libro borgiano, que podría ser resquicio o hiato de un sueño de Zenón, que ignora que es soñado por Demócrito…
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