La realidad virtual, los videojuegos y la tecnología han dado lugar a una nueva forma de consumir arte que pone al ciudadano como protagonista. Las exposiciones inmersivas surgieron como un fenómeno atractivo en 2017 trayendo consigo tanto seguidores como detractores. Pues, mientras unos defienden su accesibilidad y capacidad de acercar el arte a un público más amplio, otros creen que desvirtúan la obra y alejan a las personas de los museos tradicionales.
Por lo que se ha visto hasta la fecha, las exposiciones inmersivas ofrecen una experiencia sensorial, multidimensional e interactiva más cercana a un videojuego que a una muestra artística tradicional. En ellas el visitante se convierte en partícipe del cuadro, involucrándose en un entorno que va más allá de la mera observación, y quizá esto tiene que ver con la manera en la que han evolucionado los modos de consumo, no olvidemos que el arte también es un producto de consumo y de la cultura, por ello es susceptible a adaptarse y transformarse.
En estos recintos se ofrece la oportunidad de contemplar cuadros de gran tamaño, atravesarlos, verlos con gafas 3D y que mediante un podcast no narren lo interesante de la exposición. Pero la verdadera sorpresa ocurre en el punto medio del recorrido donde los visitantes tenemos la oportunidad de adentrarnos en una de las pinturas del artista gracias a la inserción digital. Para participar, simplemente debemos colocarnos en una marca en el suelo y, cuando la cuenta atrás en la pantalla llega a cero, comienza la grabación. En cuestión de segundos, se nos desafía a intentar atrapar algunos de los elementos del cuadro. Al final de la visita, puedes llevarte el vídeo de recuerdo en tu celular.
Ahora bien, del debate sobre si las exposiciones inmersivas sustituyen o complementan a las muestras convencionales, tenemos que entender que ambas formas de contemplación, con sus bondades, coexisten y, desde mi perspectiva, lo hacen de manera positiva. Mientras que las exposiciones inmersivas son temporales (e inclusive itinerantes), los museos tradicionales siguen siendo lugares para disfrutar de obras originales que propician visitas repetidas.
Mientras que la contemplación tradicional nos permite un acercamiento profundo a las pinceladas y al contexto material de las obras, las exposiciones inmersivas pueden fungir como un acercamiento más lúdico-educativo o como un aliciente para visitar a las primeras, ya que bien podrían funcionar como una estrategia de marketing para las obras originales. Pau Alsina, profesor de Artes y Humanidades, destaca que ambas formas son perfectamente compatibles y no es necesario criminalizar ninguna. Quizá la experimentación del arte inmersivo pudiera conducir a la banalización del contenido. Sin embargo, su coexistencia con el arte tradicional amplía la experiencia cultural y diversifica las opciones.
Además, no hemos de pasar por alto que el éxito de las exposiciones inmersivas ha sido notable. Ahí tenemos el caso de El Atelier des Lumières en París, inaugurado en 2018, siendo el primer centro de arte íntegramente digital en Francia, recibió 1,3 millones de visitantes en apenas nueve meses.
Por otro lado, la digitalización del arte ha permitido que obras de renombrados artistas como Monet, Van Gogh, Frida Kahlo y Picasso se contemplen ahora en 360º, cobrando vida más allá del lienzo y creando una atmósfera mágica para todas las edades y tipos de público. Es un hecho que el arte inmersivo vino a revolucionar la manera en que vivimos y disfrutamos del arte.
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