Si bien son varias las profesiones a las que se acusa de “vender humo”, una de las más mencionadas cuando se habla del tema es la publicidad. Vender humo puede tener varias acepciones: aparentar ser lo que en verdad no se es, cobrar mucho por hacer básicamente nada, disfrazar de complicado algo que en realidad es bastante sencillo, usar palabras grandilocuentes de forma innecesaria o, directamente, robar. Pero resulta que esta expresión, al parecer creada en la actualidad, es mucho más antigua de lo que suponemos: según el indispensable libro “El apasionante origen de las palabras”, del historiador y escritor argentino Daniel Balmaceda, ya se usaba en la Roma antigua. Veamos. Alejandro Severo fue emperador de Roma entre 222 y 235; gobernó desde los 14 años hasta los 27. Parece que durante su reinado existió un estafador llamado Vetronio Turino, quien afirmaba que tenía estrechos contactos con las más altas esferas del poder, tan altas que hasta tenían mayor peso e influencia que el mismo emperador, a quien Turino acusaba de ser un débil. El hombre contaba esta historia y aprovechaba para sacarles dinero a los incautos, a cambio de favores que, desde luego, jamás cumplía. Pero como suele suceder con esta clase de personajes, Turino habló de más: sus mentiras llegaron a oídos de Severo, y este se enfureció y procedió a castigarlo, haciendo honor a su nombre. Turino fue encarcelado y condenado a la hoguera. El emperador no se conformó, sino que además ordenó que el fuego se hiciera con palos verdes para que hubiera más humo; quería que Turino muriera asfixiado antes de quemarse. Al mismo tiempo, un pregonero debía exclamar la frase “Fumo punitur, qui vendidit fumum”, es decir, “Castigo con humo a quien vendió humo”. En efecto, ya en aquella época la expresión tenía el mismo significado que hoy: como se indica al principio de esta nota, una de las acepciones de vender humo es tratar de sacar ventaja a otra persona prometiendo algo que no se puede cumplir. Así que cuidado, colegas. Es difícil que algún cliente proceda a quemarnos vivos por intentar vender humo, pero nunca se sabe. (“El apasionante origen de las palabras”, libro de Daniel Balmaceda)
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