En días pasados, altos índices de violencia eran expuestos en medios de comunicación e Internet y resonaban por todo México. Incluso, hace apenas algunas semanas, la ciudad en donde vivo estaba en boca de todos debido a temas de seguridad pública, que tenían a adultos, jóvenes y hasta niños, pendientes a lo que sucedía segundo a segundo.
Lo anterior me ha hecho recordar mi época de niñez y pubertad en esta ciudad y cómo eran mis días en esos tiempos. ¿Cómo percibe la niñez dicha violencia?, ¿ser niño nos hace ignorar ciertas condiciones del lugar donde vivimos?, ¿nos importaba menos lo que pasaba en la ciudad antes o en realidad la vida era más tranquila en esos días?
Creo que en mi caso, la niñez funcionaba como una zona de protección, que ayudaba a mantenerme ocupado en temas triviales. Porque cuando eres niño tus problemas se limitan a canicas, trompos o yoyos; porque sientes que tienes más vacaciones que clases escolares al año, porque vistes mal y a nadie le importa, porque hay un día con tu nombre, porque los domingos por la mañana con Catafixia eran lo mejor, al igual que los sábados de Carrusel por Canal 3. Porque te agarrabas a almohadazos y jugabas Nintendo hasta tarde, para despertarte temprano al siguiente día a seguir jugando.
Yo quisiera preservar mi niñez porque escuchar leyendas urbanas acerca tazos con droga eran sólo un entretenimiento inocente, porque mi mayor temor era algo graciosamente apodado “El Coco”; porque por las tardes ansiabas disfrutar de las caricaturas en televisión después de conocer el clima con “El Tiempo a Tiempo”.
Porque ir a la tienda de la esquina a comprar pan o queso y quedarte con el cambio para jugar Street Fighter era lo máximo, porque mis héroes eran Michael Knight o Andrew Clements, porque después de jugar a las escondidas, tentadas, futbol o “cero-cero por chapucero” podías acostarte empapado de sudor y no bañarte hasta en dos días, porque podías tomar agua de la llave, hacerte un corte de cabello con rayitas a los lados estilo MC Hammer, tener tenis L.A. Gear con luces en la suela y lazar las agujetas en cuadritos.
Desearía siempre ser niño porque podría transformar mi bicicleta en moto con sólo ponerle un bote de Frutsi sobre una llanta, porque en verano podría lanzar globos con agua, pegar una moneda al suelo con Kola Loka o ver una película francesa que no entendía por Cinecanal que mostraba desnudos a las 5 de la tarde.
Porque el escaso tráfico de autos permitía lanzarme en mi Avalancha Apache sin peligro, porque con sólo un trapo viejo hacíamos casas en el árbol y mucho antes de Netflix, los únicos formatos en demanda eran VHS o BETA. Porque alucinaba abrir puertas con una cuchara al estilo McGiver, porque con $1,000 (viejos pesos) compraba un pan con frijol, un Duvalín, un boli y un chicle que congelaba para después volverlo a masticar; y que si lo tragaba, no pasaba nada.
Para mí, era chingón ser niño porque las cazuelas eran mi mejor batería y una escoba la mejor guitarra, porque mi papá lo sabía todo, porque era obligatorio bañarte bajo la lluvia, tronar cuetes en la calle y “bombardeo” era sólo el nombre de un juego. Porque gozabas arrancarte las costras, porque podías hafa-blar-fa-afa-sífi, porque gritar “¡1, 2, 3, por mí y por todos mis amigos!” salvaba la tarde y el trabajo más duro se limitaba a tender tu cama y acomodar tu cuarto.
A veces quisiera volver a ser niño para contestar un chismógrafo, llamar por teléfono y colgar, tocar el timbre y correr o rayar los uniformes de mis compañeros el último día de escuela. Quisiera hablar como robot frente al abanico o como Alvin después de aspirar helio de un globo.
Culiacán es un lugar hermoso y fuera de lo que se suscitó en días pasados, mi ciudad puede ser escenario de múltiples experiencias para sus habitantes, sólo depende del lente con el que se miren las cosas. Yo desearía que pudiéramos contarle a nuestros niños que hay esperanza y que podemos ofrecerles un espacio para una buena niñez, para salir al parque, jugar carreras, pasear en bici, ser feliz…
Discussion about this post