“Target” es una serie de cuentos breves de historias sobre participantes de estudios de mercado en la nueva América, Estados Unidos. Escrita por Florencia Davidzon. Hoy presentamos la historia de CAROLE.
Filtro de Reclutamiento Sexo: mujer Edad: 35 a 45 años Etnicidad: mediterránea/ francesa Estudios: universitarios Tipo de Vivienda: rentada/ propia Consumidora de: infusiones aromáticas/ té con frutas y flores/ rosa, jazmín, manzana, etc. Marca: Marco Polo/ etc. Plaza: New York
Se decía que era sibarita, por lo meticulosa y obsesiva en el buen comer y beber. Pero no comía mucho, era la calidad en la que me fijaba, en las combinaciones y la perfección con las que me obsesionaba. Para mí todo lo que ingresara a mi boca tenía que ser placentero, volverse una experiencia. Mis gustos no siempre fueron tan refinados, pero aprendí, junto a él, que consumir un alimento era acceder a lo delicado. Tenía un paladar preciso. Mis posts en Instagram y Facebook eran siempre de platillos de comida. Si bien mi casa era diminuta, en mi mesa servía los platillos con el tenedor y el cuchillo pequeño para las entradas. A mis comensales invitados les ofrecía cambiar el cuchillo por la paleta especial para el pescado y por cuchillos dentados para la carne. Además, cuando el menú lo ameritaba, colocaba las pinzas y tenedorcillos especiales para los caracoles y unos utensilios para la carne de cangrejo, y por supuesto, además cucharas para la sopa, otras para el postre y unas más pequeñas para el café. Yo era de esas personas que sabía cómo combinar un té con un buen queso, con un pastel o con un pan dulce. Eso es lo que llamó la atención de mi vecina siempre, y por eso me recomendó para hablar de tés a cambio de unos vales de despensa y luego de aceptar el reto me invitaron a dar mi opinión en un estudio de mercados del otro lado de la ciudad. Yo sabía que podía darles un buen consejo, después de todo, había aprendido a comer de la mano de mi primer novio: el hoy famoso chef Gérard Barré. Nací en Lyon; me sentía elegante, pero tal vez algo excéntrica para la gente de Jersey City, que me miraba con cierto desprecio cuando llevaba mis sombreros respingados, mis bufandas, mis cintos anchos o mis crocs de goma de diferentes colores —un color en cada pie. Había llegado a USA interesada en hacer una aventura en moto y cruzar el país. Fue un viaje que se acabó muy rápido, pero me quedé como traductora del inglés al francés y correctora de estilo, y con eso sobreviví ganándome la vida mientras dejaba pasar el tiempo, incapaz de volver a Lyon. Nunca había amado a alguien como a Gérard, un hombre grande y pequeño con el que vivía jugando. Su casa era un pequeño garaje reciclado. Él, después de explorar sus pocas habilidades como actor, se habría de convertir en chef en nuestra afamada ciudad gastronómica. Mientras estudiaba, cocinó los platillos más variados y a mí me convirtió en su catadora oficial. Los viernes eran mis días preferidos: me preparaba sopa de cebolla. Yo la mojaba con la miga de pan y me la comía de un tirón, y con la boca caliente —y encebollada— lo besaba a su pesar, para luego los dos estallar de la risa. Yo lo amaba, lo amaba muchísimo, pero había algo que no fluía entre nosotros. Había demasiado tomate, pasta y azúcar glass en la relación. Y cuando las cacerolas sucias y las espátulas se empezaron a acumular en la pileta de la cocina, mientras yo me perdía en los apuntes de mi facultad de letras, empecé a añorar discusiones platónicas y menos empalagosas que, finalmente, me alejaron de Gérard. Yo creía que podía ser pasajero, que todo iba bien, hasta que llegó una irlandesa a su escuela de cocina, motivada por conocer Lyon —como buena amante del té, motivada por el nombre de la marca del mejor té de su país, “Lyon”; extrañísimo, porque nosotros no teníamos ninguna plantación de té. Tal vez fueron mis celos desmesurados y poner a Gérard bajo sospecha, acusarlo de engañarme con la pelirroja de cabello ondulado… Lo cierto fue que para esa época nos alejamos. Ni Antoine Garnier, ni Dominique Dupont luego, pudieron deleitarme tanto ofreciéndome sabor en mi vida. Es por eso que cuando volví a cruzarme por la calle con Gérard, después de más de cinco años sin verlo, lo abracé fuerte, fuertísimo, estrujándole todos sus huesos, queriendo seguir caminando junto a él para siempre. Pero Gérard Barré, si bien me saludó muy efusivo, puso distancia. No podía, dijo, estaba esperando un hijo, tenía que volver a “casa”, “tenían turno con el obstetra”… El corazón se me salió del cuerpo. Gérard se había casado con una mujer que lo trataba como a un trapo de piso y él seguiría con ella por ese hijo que, como luego supe, había nacido saludable con 4 kilos 100 y también se llamaría Gérard Barré. No insistí. Me despedí con una tristeza inmensa, tratando de olvidar todos los panes de chocolate y las sopas de cebolla que ya nunca jamás volvería a comer en mi vida. Pasó el tiempo y un día, una señora de voz ronca de mucho cigarro me llamó para pedir clases particulares de inglés para su hijo de nueve años. Nos pusimos de acuerdo rápidamente en el costo de las clases y los horarios. Llegué a su sala inmensa de muebles burgueses y ella, amable y de gran humor, me presentó a su “pequeño ángel” como Gérard Barré. El niño llevaba el cabello largo y tan chino, que se le hacían bucles. Era igualito a su padre. Tuve que contener el llanto. Me negué a educar a ese ángel, porque los ángeles debían llegar a este mundo sabiendo todo, me dije. Quise huir de esa casa para evitar cruzarme con Gérard. Le di entonces una excusa a esa mujer, que en ese momento me pareció menos bonita y algo gordita, y prometí mandarle a una colega. A los tres años de ese infortunio, Gérard se apareció por mi casa como si nada. A las 8.30 de la noche, tocó mi puerta mientras yo cocinaba unos insípidos fideos de paquete. Había tomado un papelito de uno de los anuncios de apoyo escolar que pegué en las paredes cercanas a una escuela. Ahora ya no solo tenía al pequeño “ángel” de Gérard, sino que le seguía la “santa” Monique, pero yo no lo supe de inmediato. Casi no hablamos, nos miramos, nos miramos un largo rato y nos dimos un beso efusivo. Nuestros dientes chocaron con fuerza. No me importó —recuerdo—, pero dolió, como todo con él siempre había sido doloroso. Así nos seguimos besando y amando por meses hasta que un día se fue como había llegado, dejándome sensible —en especial el diente frontal superior—. Desde ese primer encuentro, mis dientes se habían empezado a mover de lugar, y desde su abandono cobraron más determinación. A los dos meses de su ausencia, mis paletas se alejaron entre sí; apareció un espacio, un vacío que me resultó repugnante. Me hubiera gustado poder estar más suelta de dinero para ponerme unos aparatos y acomodarme los dientes de inmediato pero no pude. Luego no aguanté sentirme y saberme un minuto más tan cerca de él, de su casa y de su vida, al mismo tiempo que tan distante y lejos para todo lo demás. No podía dejar a sus hijos, me había dicho. “Perdón, cuando mi hijo sea más grande, tal vez”, había prometido. No pude comprenderlo. Me fui enojada a Estados Unidos, queriendo olvidarlo mientras mis dientes no se dejaban de mover y distanciar. Asistir ahora a este estudio de mercados para sacarle provecho a mis gustos culinarios y a toda la educación que Gérard había dejado en mi paladar era oportuno. Iba a testear productos, usar mi bocota y con eso pagar mis radiografías para los aparatos de plástico movibles que para esa época se habían puesto de moda. Lo que más deseaba era poder olvidarlo definitivamente y empezar por poner mis dientes en su lugar. Esa mañana me subí al barco para cruzar a Manhattan. Un adolescente simpático y de mirada triste se subió sin poder hablar una palabra en inglés con el trabajador de los boletos. Yo me reí de su destreza e ingenio para hacer del francés algo anglosajón y le presté mi pase, invitándolo a subir sin pagar. Se sentó agradecido junto a mí y se presentó: “Bonjour, mademoiselle. Gérard Barré”. Palidecí. Era un niño bellísimo; de pronto lo vi tan igualito a su padre en ese gesto que hacía con la nariz al fruncir la mirada. Estaba de intercambio con sus 15 años, viviendo en una casa de familia donde —me aseguraba— se comía muy mal y él, como me decía, había comido siempre muy bien. Yo sabía todo de él, y él nada de mí. Tenía sentimientos encontrados. Él había sido la causa final por la que mi vida con Gérard se había truncado, y la razón tal vez por la que yo estaba del otro lado del océano. Ahora estaba junto a él ahí sin poder decirle nada, con mis dientes chuecos, habituada a hablar tapándome la boca con la mano, esperando llegar al otro lado de la costa para meterme en esa sala de testeos a hablar de tés y poder finalmente empezar mi endodoncia. —¿Sabes dónde puedo hacerme un tatuaje? —me preguntó el joven Gérard. —¿Un tatuaje? —lo miré contrariada y con preocupación—. ¿Qué dirán tus padres? —le dije casi sin pensarlo. —A mi madre no creo que le importe —dijo. —¿Cómo? ¿Y a tu padre? —quise saber con curiosidad. Pero el barco había llegado a la orilla. Gérard miró para abajo y no me respondió. Luego sacó su cámara y sacó varias fotografías. Me pidió que le tomara una. Seguía sin contestarme. Luego se alejó para ver cómo los marineros ataban las cabos. Volvió contentó. Ya tenía el dato preciso: sabía dónde tatuarse sin mi ayuda ni mi aprobación. Al bajar del ferry, cruzamos el parque. Gérard como un niño tiró migas de galletas a las palomas. Ahí, él quiso una última fotografía, esta vez conmigo. —Estoy tarde —dije negándome. Necesitaba llenarme de té aromático a la brevedad posible, inundarme de aromas exóticos para evadirme del amargor que de golpe sentía. Sin embargo, él insistió y no aceptó un no por respuesta. —Saquémonos una, ándale —me pidió—. Así posteo que me encontré a alguien de Lyon. Me resistí a reírme. —Tengo los dientes chuecos —me excusé—. Ya me los voy a arreglar. Pero él insistió. Luego, le pedí que no la posteara, pues no me gustó como había salido. —Yo conocí a tu padre —admití finalmente cuando él me hizo el favor de borrar una de las fotos en las que tenía los ojos cerrados. —Quien no conoció a mi padre y su comida —dijo cabizbajo—. No puedo superarlo aunque soy grande… Usted disculpe —dijo—. El duelo se me está haciendo largo. Me dejó inmóvil y se alejó a pasos rápidos. Lo corrí. —Espera —le grité—. ¿A qué hora vuelves a cruzar para Jersey? Termino mi evento a las 8, ¿quieres que te lleve a cenar la mejor sopa de cebolla de todo NY? Gérard se volteó y me sonrió. Entonces lo vi: ya no era un niño, ya había crecido, el hijo de Gérard que se había hecho grande… Acordamos tomar el ferry de las 8.30 pm para comer como dios manda y brindar por su tatuaje. FIN.
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