Resulta casi imposible deslindar cualquier acto de responsabilidad y libertad del contexto histórico que vivimos: la sociedad contemporánea no es la de la libertad y el progreso, es la de los culpables y los verdugos. De aquí que nombrar los hechos y las cosas de una manera no eufemística o ‘políticamente correcta’, como se ha acuñado en redes, resulte en un caos ético monumental.
Se arroja la pregunta ¿cuántos libros has leído en este año? como una irónica forma de humillación o para responsabilizar a cualquiera, incluso de hechos que no están al alcance del marco de acción más inmediato: el nivel académico es pésimo, la economía no progresa, el machismo está presente, todas las culpas son ‘porque no lees’.
La pregunta deriva de una contrastación arbitraria, pues a más de quinientos años del descubrimiento y la invención de América, aún se sufre de esa angustia por la falta de identidad y debe compensarse dándose valor a partir del otro, la cultura es el estudio del otro, nos sabemos nosotros a partir de lo ajeno. Es que en Holanda leen x libros al mes; leí en algún sitio que en Finlandia todos leen más de veinte libros al año y aquí en México apenas se lee uno, por eso el país no progresa, porque no se lee. Y se añaden más citas.
La cuantificación de la lectura no responde, obedece a un ya muy consolidado modelo de acumulación, pues todo consume y se puede consumir: la comida, el dinero, los libros, el amor, el sexo, el erotismo, las ideas, lo sensible y lo material, todo es signo perfecto para el despilfarro y la cosificación.
No se considera a la lectura, en este sentido, como una herramienta para la construcción crítica del pensamiento; se considera como una forma ambigua para demostrar no que se sabe o se piensa más, sino que se es más. Leer es para ‘ayudar’ a una sociedad en la que la tecnocracia de la modernidad ha dogmatizado la utilidad de cualquier conocimiento hasta llegar casi a inutilizarlo. La función del artista es totalmente acribillada frente a la del político o al divulgador científico.
En resumidas cuentas: el que lee es más y el que no lee es menos, aunque esto no signifique que se comprenda lo escrito, que se retroalimente la conciencia del lector.
Y por el deseo imperioso de ser más, de necesitar saber –así como se necesita adquirir la última moda o la última tecnología–, por negarse a comprender lo que ya conocemos, se termina por olvidar que los textos, al menos los literarios, no son un cúmulo de personajes y sitios para el consumo y el entretenimiento; son espejos donde leemos una eternidad distante y, en muchos de ellos, forjamos la visión de un futuro cada vez más desolador.
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