Conocí a Rulfo por imposición de la Secretaría de Educación Pública. Recuerdo haber leído algún fragmento de El Llano en Llamas en la secundaria o en el bachiller; en cambio, admiré el estilo rulfiano –esas oraciones simples, esas perífrasis concisas, esos mexicanismos irremplazables– más por convicción que por regla. El registro de esos acontecimientos, como parte de lo que el autor retrata, está perdido.
Hoy se conmemora la publicación de Pedro Páramo, novela emblemática de México y de la literatura hispanoamericana. Cuando se habla de Juan Rulfo, se habla de todo y nada a la vez, dicotomía que obedece al nivel temático de su escasa, pero abrumante obra.
En Rulfo sobresalen rasgos fundamentales, su obra es estudiada, pero lo que importa en lo dicho no es lo que él escribió, sino lo que imaginamos. De su universo me ovillo a la idea de la desolación, de la angustia, de lo que tiene que ser. Cada personaje y paraje que creó están marcados por el signo de Caín: todos se conducen a la tragedia.
Para mí, el único cuento mexicano –el único cuento verdaderamente mexicano– es ‘Es que somos muy pobres’; Pedro Páramo, junto con el El Llano en Llamas, son el espejo del México que nos rehusamos no a conocer, sino a vivir.
Con dos libros publicados y uno póstumo (El Gallo de Oro), me atrevería a decir que, en México, Rulfo es el canon del cuento; Paz, el de la poesía.
Tal vez el inmenso mérito de Rulfo es buscar todo en una nación donde nunca hubo nada. ¿Es Pedro Páramo una novela de amor, de venganza, de tristeza, de desolación? Como los fantasmas, como Luvina y Comala, como el propio Pedro Páramo, nunca lo sabremos.
¿Cómo se habla de alguien que nunca existió? ¿Cómo se vive lo que ya hemos perdido? En resumen, Rulfo lo logró.
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