Filtro de Reclutamiento: Etnicidad. Mediterránea (Griega) Sexo. Mujer Edad. 20 a 35 años Estudios. Superiores Tipo de Vivienda Rentada. Consumidora de. Té de montaña (Camellia Sideritis) Marca. Indistinto. Plaza. New York.
“Nunca me interesaron las manualidades, pero como tenía buena facilidad con eso y necesitaba un ingreso que pudiera compaginarse con mis estudios de actriz, me hice crupier. Sí, crupier de casino; Me encargaba de mezclar las cartas de poker, de dirigir el juego, repartir las cartas y controlar las apuestas de mi mesa. Podía haber estado en la ruleta, en el Black Jack o punto y banca, pero me tocó el poker, y al principio eso me gustaba”. Así fue como me presenté en un grupo de discusión frente a nueve caras de mujeres amas de casa más bien mochas con trabajos de medio tiempo, quienes me miraron atónitas, tanto como si les hubiera dicho que me dedicara a la venta de droga o al tráfico de órganos. Sin embargo, no me amedrenté y seguí con mi explicación. Era muy buena para las matemáticas, y podía ganar como $3,000 al mes más propinas. Trabajaba en el “Grand Victoria Casino” de Illinois. Era un barco-casino a 40 minutos de Chicago, pero tenía que trabajar demasiadas horas y las condiciones laborales no eran las mejores. A todo al que había protestado, lo habían despedido. Yo decidí aplicarme mientras juntaba para mi colegiatura. “Y sí, para no dormirme tomaba té de montaña, como apunté en la ficha”, le aclaré a la moderadora, que cada vez me miraba más preocupada, porque entre muchas otras propiedades ese té podía mantenerme despierta por la cafeína. La moderadora, que se llamaba Molly y se parecía a Lee Strastberg, la famosísima histórica maestra de actores pero con unas gafas de gran aumento, se disculpó y pidió un momento para averiguar algo con sus supervisores por lo que nos dejó solas en el salón. Yo aproveché para seguir comentando de mi trabajo sólo para escandalizar aún más a todas esas mujeres quienes mantenían un silencio curioso. “Ojo -les dije- lo mío es un trabajo mecánico, que no me permite imponer mi capacidad de iniciativa, sólo esperan que yo tenga orden, concentración, que detecte las anomalías y que pueda mantener el ojo vigilante sobre los jugadores de mi mesa”. Ah, menos mal… parecieron decir sus miradas ahora benévolas y aliviadas. Nadie hablaba, y como la moderadora no regresaba, decidí continuar con mi monólogo para llenar ese silencio incómodo entre tantas desconocidas. “Al casino llegaban muchos famosillos que no me impresionaban; pasaban periodistas, deportistas y personajes de la farándula, y claro, miles de borrachos que nadie se animaba a echar. Yo sabía a la perfección lo que pasaba en mi mesa, detectaba inclusive a esos oportunistas que se acercaban a los perdedores seduciéndolos con astucia para prestarles dinero”. Pero su silencio era implacable. Entonces les pregunté para sosegar esa moralina neoyorkina que ya me empezaba a molestar: “¿Sus esposos no van al casino?” Y fui testigo mudo de cómo esas mujeres negaban con la cabeza categóricamente. Aburridas, ¡qué saben que hacen sus hombres cuando no están con ustedes!, pensé, pero no lo dije. Yo quería ser actriz, me gustaba el teatro, cada oportunidad en mi vida era un espacio para explorar personajes, diálogos y situaciones de conflicto. Lo mío siempre había sido la construcción, la representación y recreación de la realidad. Tal vez porque la humanidad, y los griegos en particular, vivimos inventando cosas pero no las llamamos mentiras aunque sean falsedades que se despliegan a cielo abierto. Me había empecinado por ser actriz para poder subirme a un escenario y que toda mi mentira fuera la misma verdad momento a momento. El espectáculo siempre ha estado en la sangre de mi pueblo ateniense así que desde pequeña me aprendí la obra de Esquilo. Al principio sin entenderla mucho, y con los años, cada vez más consciente de esa temática que propone tan peculiar y constante que podría sintetizarse en la palabra: sufrimiento. No había un espacio más fascinante para mi entrenamiento actoral que ese rincón que me tenían asignado en el Casino, eso fue lo que les dije a las mujeres, palabras más palabras menos, y pronto me empezaron a ver con más cariño y compasión. Poco después la moderadora regresó de mejor humor y decidida a empezar la sesión. Lo que no les compartí fue que allí en el casino fue donde conocí a un tipo simpático que sólo venía a mirar y que justamente era de su ciudad. Llegaba diario y un día me confesó que por los casinos había perdido todo, inclusive a su mujer. Decía que el juego era su vicio. Era guapo, pero estaba siempre cansado, con una mirada agobiada que no coincidía con su semblante ni con su edad. No les dije que fue él quien me miraba fijo a los ojos, y que comenzó a inquietarme, pero yo sabía que no era de temer, ya que era seguramente otro gran observador de espectáculos como yo. No se movía, sólo consumía café en las rocas, mientras se quedaba en silencio en mi mesa haciéndome compañía mirando las apuestas sin participar durante todo mi turno. Una noche finalmente se presentó, y muy cerca de mis labios, dijo llamarse “Zinos”. Era helénico, como yo, y me pidió que le convidara de mi té; me invitó a cenar y antes que pudiera contestarle, me dijo “no se vale un no, para mi reparte una escalera servida…. Fuimos al Soul Kitchen, un restaurante de la zona, que no tenía “escaleras”, ni mesas “servidas” y estaba a lleno pero a él le consiguieron un espacio para su sonrisa de “rombo, espadas, tréboles y corazones”. Después de una larga charla, terminamos en su hotel. Resultó ser que vivía ahí entre semana por trabajo pero su casa permanente estaba en Nueva York. Estaba agotada y con pocas ganas de tomar el metro así que terminé quedándome ahí y teniendo sexo con él, quien, irónicamente, no resultó un “as”. Fue algo más bien ligero, dulce, casi angelical para alguien como yo que ya había tomado mucho y no necesitaba de tantos preámbulos. Resultó ser una decepción que me tocara con tanto cuidado y con tanto temor a lastimarme. Parecía que en vez de tener sexo era revisada por un profesional de la medicina y eso me hizo perder las ganas. Al otro día él se regresaba a su casa en Astoria, Queens. Me dio su teléfono. Me dijo que estaba enamorado de mí, que era la mujer de sus sueños, que lo supo en el primer instante que me vio tomar un sorbo de mi té de montaña. Yo me reí. Luego me anotó su dirección y su mail pensando que tal vez jamás lo contactaría. Me dijo que pronto volvería y que teníamos que hacerlo otra vez. Me quedé sin tiempo para pasar a cambiarme a casa y tuve que volver al Casino con la misma ropa del día anterior porque sus mimos y caricias se alargaron tanto que sin poderse despedir finalmente me dijo: “Te deseo más que nada en este mundo, quiero cuidarte, quiero estar todos los días de mi vida contigo, haré lo que sea por estar contigo”. “Cuidado con lo que deseas, pensé en ese dicho, porque se te puede cumplir” y se lo advertí antes de cerrarle la puerta en la cara y meterme en la ducha. Llegué tarde al trabajo. Al acercarme a mi mesa, llegó el encargo de seguridad. Me mandó a ver al jefe y este me echó del lugar. La verdad lo agradecí, estaba cansada y si bien el trabajo podía ser adictivo, yo quería ser actriz y el tema del horario allí se había vuelto lamentable. Con mi liquidación en mano, y sin pensarlo dos veces, decidí seguir a Zinos. Pensaba que tenía que ir a NY y ser actriz y al menos con él allá tendría un lugar donde quedarme en lo que encontraba un espacio propio, además por qué no, si “yo resultaba ser la mujer de sus sueños”. Debí imaginarme que un ex jugador de poker se conducía por el mundo manteniendo sus cartas ocultas y apostando en todas las partidas que se le presentaran, haciendo uso del engaño y de artimañas. Y sí, fui una idiota al creer en él. El tal “Zino” jamás respondió mis llamadas, apuesto a que ni “Zino” debía llamarse… Estaba yo cavilando sobre esto cuando Molly interrumpió mis pensamientos y habló del valor de decir la verdad. “No hay respuestas correctas o incorrectas, todo se vale mientras me digan lo que les parece, estamos aquí para conocer sinceramente sus opiniones” dijo a su audiencia, una suma de mujeres hipócritas que a todo lo que ella mostraba le sonreían e intentaban darle opiniones positivas sobre ideas lamentables y estúpidas. Nadie es perfecto, yo tampoco. Pero la hipocresía es uno de los peores defectos que tenemos. Era para mí como actriz fascinante observarlas. Esa falsedad tan obvia, esa simulación tan precisa que representaban esas participantes para que la moderadora se fuera contenta y sin sentirse criticada… A la salida me quedé platicando con una mujer que me pidió prestado mi celular porque el suyo se había quedado sin batería y su esposo pasaría por ella por lo que necesitaba confirmarle nuestra dirección. Salimos juntas del evento y fui testigo de cómo mi Zinos, de la mano de su hijo palidecía portando su anillo de casado lustrado en el dedo índice mientras saludaba la mujer junto a mí. Por un momento perdí el aliento al sentirme un tan estúpida como un burlón comodín de las barajas. Luego respiré y recordé que ese hombre era griego y yo sabía perfectamente cómo eran los de mi “palo”. Nunca debí haberme ilusionado ni creído en la sinceridad de un helénico paternalista experto en el arte del disimulo y el simulacro. Ese hombre tuvo máscara siempre, fue mi culpa no verla. Él le fue infiel a su mujer, fue deshonesto, y era ella quien tenía la desgracia de estar casada con un gran manipulador. Yo no. Yo era la crupier, la que sabía repartir las barajas y administrar el juego en un casino, la mujer incidental que había aparecido en un focus group y soñaba con ser actriz. Me despedí sin reaccionar porque yo, como dice mi nombre, soy una mujer paciente y esperanzada, que sabe confiar en el futuro y en el destino. Estoy convencida que el sufrimiento es parte de la vida y pasa; por eso decidí avanzar, y esperar allí frente a ellos sin decir nada, quedándome con mis manos en los bolsillos para que llegaran nuevas barajas. Yo no iba a ser parte de su jugada de trío, iba a esperar porque merecía y sabía que siempre había posibilidad de que tocaran cartas más altas. Me quedé ahí parada, inmóvil largo rato, frente a la escuela en donde Kazán había estudiado teatro observando sin lágrimas mi propia tragedia frente a Zinos, que, a pocos metros de mí, jugaba -como un actor entrenado- a ser un afectuoso esposo y un padre ejemplar, embaucando a los suyos en ese frío parque al noreste de la ciudad. Fin
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