Filtro de Reclutamiento.
Etnicidad. Medio Oriente (Ashkenazi) Sexo. Mujer Edad. 30 a 40 años Estudios Superiores Tipo de Vivienda Rentada. Consumidora de: Té negro con menta Marca. Indistinto. Plaza. New York.
Ella llegó a la gran manzana, después de darle la vuelta al mundo, terminados sus tres años de servicio en el ejercito. Decidió abandonar Jerusalén convencida de que era momento de perseguir su sueño y dejar de estar detrás del escritorio donde se sentía inútil y frustrada para apostar a ser cantante de Jazz. Se trepó así al avión de El Al, dispuesta a presentarse en cualquier bar que necesitaran una voz, intentando volverse con cada nota especial y memorable como Ella Fitzgerald, Peggy Lee o Nina Simone. Su vida en NY no era fácil. Se la pasaba viviendo al día y yendo de casa en casa. ¿Quién hubiera dicho que en menos de diez años y con sólo 35 de edad, ella había tenido el placer o la desdicha de haber vivido ya en dieciséis casas, trece diferentes solo en su estancia en Estados Unidos? No pasaban más de seis meses, máximo un año y la rutina habitual de hacer cajas y maletas comenzaba. Al principio era doloroso, pero poco a poco fue acostumbrándose a tirar muchos muebles, a abandonar plantas y regalar ropa para acumular cada vez menos. A pesar del tiempo su inglés no era bueno, sobre todo al hablarlo, por lo que Eva se apenaba mucho de su acento; pero cuando empezaba a cantar, su voz cobraba resonancia y su presencia invadía todo el espacio con seguridad y alegría. Desafortunadamente, eso no era suficiente. La competencia era grande y los espacios para cantantes de jazz pocos. Cuando una tarde su camino hacia la fama parecía esfumarse y ella parecía caer hasta el fondo del precipicio, convenida inclusive de haber perdido el gusto por cantar y creyendo que después de todo tal vez no había nacido para eso, apareció él. En la cafetería a la que iba a diario, él sin dudarlo se le acercó, se cambió de mesa, se sentó junto a ella para abordarla y así iniciar una conversación. Eva estuvo callada por largo tiempo pero él, muy seguro de sí, insistió en conversar y le regaló muchísimas sonrisas llenas de coquetería. Finalmente cuando no supo qué más decirle, él comenzó a hablar sobre el clima y finalmente, la invitó a cosechar manzanas en una granja durante un sábado caluroso a pesar de ser Septiembre. “Un asesino seria no te invita a cosechar manzanas”, pensó ella de un hombre del que no sabía nada de nada, pero aceptó porque quería dejar la ciudad y no tenia nada mejor que hacer. Una vez allí, con los pies llenos de barro, Eva ante su insistencia, le cantó “Summertime”. Él, al escucharla, la besó con ternura y le regaló uno de los cordones que llevaba puestos de sus tenis. -“Toma para que no tropieces más” le dijo. «De esta manera, además, nuestros caminos siempre estarían unidos, nada malo podrá pasarte”. Al poco tiempo ella se mudó a su casa. Antes de que pasara un mes, pegó en ese hogar prestado una mezuzá, -una cajita decorativa con las escrituras de La Torá en el lado derecho de la puerta de entrada, a la altura de su hombro, donde estaba inscrito el verso: “Shma Israel, Adonai Eloeinu, Adonai Ejad” (Oye Israel, Nuestro Dios, Dios es Uno)-, mientras discutía con su nuevo compañero de carretera, si esa era la posición correcta. Ella aseguraba que debía estar diagonal mientras él le suplicaba a gritos que la pusiera vertical así que para no seguir discutiendo -después de todo no era su casa-, se resignó a que allí existiera la protección de Dios de manera vertical como quería él. La convivencia era complicada, ya que fuera de compartir el cordón del calzado y el mejor sexo que había tenido hasta ese momento, no tenía nada en común. Sin embargo, Eva decidió seguir adelante pues mientras pudiera diario cantar, Fever: “Romeo love Juliet, Juliet just found the same, when he puts his arms around her…. you give me fever when you kiss me, when you hold me tight….fever in the morning, fever all to the night, I am a fire… what a lovely way to burn”…nada parecía ser más importante o más serio. Quizá porque el reloj biológico la apremiaba o por fantasear con algo más en común que esas dos cosas, pronto quiso embarazarse pero él se negaba. Él ya tenía hijos, estaba convencido de no querer tener más. Su relación con ella era rara, a veces estaba dedicado a ella pero luego se las ingeniaba para dejarla en suspenso, indeciso, sin hacerle promesas pero sin dejarla ir tampoco. Pero Eva deseaba ser madre y sabía que cumplir su deseo acabaría arruinando esa relación llena de placer. No quería verse además deambuleando otra vez por la ciudad, volver a ver fotos de recamaras en craiglist; ni soportaba la idea de abrir una casa número 14. Sin embargo y sin quererlo había empezado a tararear diariamente “Should I stay of should I go” de Cooltrane hasta que él le pedía que se callara. Finalmente llegó la pascua judía y ambos debían ir a una cena con unos conocidos de él. Todos tenían que leer del libro ceremonial antes de comer, cada uno en su turno y por orden de cómo estaban sentados. Ellos no leían en hebreo sino solo en Inglés. Ella no quería leer frente a toda esa gente desconocida que la incomodaba. Él la obligó. Frente a ellos, Eva se sintió insegura, diminuta y aunque sabía mejor que nadie en esa mesa temas sobre filosofía, arte, historia, mitología, música, y literatura, no podía leer de corrido en su segundo idioma. Cuando le tocó su turno su voz tembló. Leyó llena de pena sintiéndose una niña de primer grado frente a todos esos americanos que seguían expectantes su lectura mientras ella pronunciaba “Parsley”, dando luego una descripción apenada del significado de mojar el perejil en agua con sal antes de decir una bendición. Él, por debajo de la mesa, tomó su mano sudada y ella sin dudarlo se soltó. Al finalizar de leer su fragmento Eva se disculpó. Se metió en la cocina, y con la excusa de controlar que no se pasarán las albóndigas de pescado que había cocinado y que estaban hirviendo en una sopa acuosa, esperando ser servidas se refugió. Se sirvió un té, le echó unas hojitas de menta naturales que encontró ahí junto al cilantro y la albaca. La dueña de casa llegó y se sorprendió con su brebaje, pero después de probar la salsa rosa de rábano picante que también ella había llevado la felicitó, “cocinas muy bien para tener una vida tan nómada sin cocina propia ni conocer el uso de la estufa eléctica”, le dijo. Luego, más relajada, mientras se sacaba los zapatos que le molestaban y empezaba a servir los platos hondos, le contó sobre su nuevo trabajo en una consultora de marketing y la invitó a compartir sus secretos sobre sus quehaceres habituales y sus gustos por tés raros, y exóticos a lo que Eva accedió pues le interesaba sobretodo hacer amistad con el círculo de él y al parecer esta parecía una buena oportunidad. Cuando todos terminaron de comer la dueña de casa le pidió que cantara y ella preguntó dispuesta si querían escuchar algo en hebreo o de Jazz. La mujer de inmediato le pidió “Gypsy Woman” y ella se sonrió con complicidad, dándole un gran sorbo a su té con menta. A los pocos días, en medio de una sala fría y blanca estaba ella junto a otras mujeres que se presentaban dando su nombre, explicando a qué se dedicaban y hablando orgullosas sobre la cantidad de hijos que tenían. Eva permaneció callada. Esperó su turno y dudó un instante. De pronto tuvo una arcada y quiso vomitar. Entonces pidió permiso para ir al baño aún sin dar su nombre. Nunca había sentido tantas nauseas. Volvió al evento transpirada y con la seguridad que algo no estaba bien. Siendo la última dijo rápidamente mientras se ataba los cordones de sus tenis que se habían desatado, “Soy Eva, cantante, y no tengo hijos”. Eso pareció ser una buena noticia para su compañera de mesa, porque después de que el moderador dijera “bienvenida”, ella le compartió el dato de una audición que podía ser una gran oportunidad. Era la audición para un musical que se avecinaba en Broodway, Yentl. Después de todo había valido la pena ir a ese lugar, uno nunca sabe si eso que parece un desvio en la vida al final resulta ser el sendero. Saliendo de allí, aunque todavía con molestias y malestar, se presentó. Cantó con autoconfianza y llena de esperanzas. Fantaseaba con ese papel que tenía que ser para ella: “No matter what happens it can be the same any more”. Al final, quedaron en llamarla tal como en otras decenas de audiciones que nunca lo hacían. Al llegar a su casa, sospechando sobre las nauseas que persistían, se hizo una prueba para saber si estaba embarazada. Se sonrió. Se tocó la panza con incredulidad y repleta de alegría. Entonces ya no dudó. Tal vez no le dieran ese papel, pero ese día le habían pedido que cantara esa canción. Empezó a empacar, llevándose todo lo que había traído. Se calzó los tenis de la entrada y le sacó uno de los cordones, ese que nunca había sido suyo. Los dejó junto a sus llaves. Cerró la puerta y empezó a tararear una canción de su infancia de Naomi Shemer: -“Tifteju et a heinayim, tistaklu saviv, Po ve sham nigmar a jorf be nijnas a viv…” (Abran los ojos, y miren a su alrededor, aquí y allá se acaba el invierno y empieza la primavera…) Pero antes de alejarse vió su mezuza. No la arrancó ni se la llevó, en vez de eso la besó, como hacen los religiosos, y al despedirse continuó tarareando: -“Al taguidu li she kol ze lo yajol lihyot….Anashim tovim be emtza ha derej, Anashim tovim meod…Anashim tovim yodeim et a derej be itam efshar litzod” (No me digan que todo esto no es posible. Hay gente buena en medio del camino. Gente muy buena, gente muy buena. Gente que sabe el camino y con ellos se puede andar…). FIN
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