Son las 2 p.m. del viernes, tú te preparas para tomarte la tarde libre, cuando de pronto te topas con tu jefe en el pasillo y te pregunta: –“¿Cómo va esa campaña? Porque el lunes a primera hora la revisaremos con el cliente.” – Tú contestas con otra titubeante pregunta – “¿La junta que estaba programada para finales de la próxima semana?” – “Sí, me pidió el cliente que la adelantara. Recuerda que es una cuenta muy importante y tenemos que causar una muy buena impresión.” – “Ah sí, ya estamos en los últimos detalles.” Vuelves a tu lugar, te sientas frente a la pantalla, tomas tu café ya frío y terminas con el autoengaño porque en realidad no tienes nada; las ideas no han llegado. Te tallas la frente, tomas el lápiz y haciendo garabatos en una hoja recuerdas aquel episodio de Mad Men cuando Don Draper duerme observando el vuelo de una mosca y al despertar tiene un pensamiento que luego convierte en una gran idea, que al final el cliente la aplaude con euforia. Ruegas a la inspiración convertirte en Draper en estos momentos de bloqueo creativo. No tuviste ninguna idea que valiera la pena. Para rematar, suena el teléfono y te avisan que debido a la agenda, la reunión se adelantó para esta tarde y el cliente llega en un par de horas. Dices “¡Mierda!”. Abres Google y tecleas: “¿Cómo crear una campaña publicitaria en 2 horas?”. Te das cuenta que no hay Internet y vuelve a sonar un teléfono, ahora es la alarma de tu celular que te despierta para saber que todo fue una pesadilla. Si bien lo anterior pareciera ficción, la sequía de ideas es algo muy real y la mayoría de las ocasiones las ideas llegan después de un largo proceso de búsqueda. Las ideas no nacen de un acto de magia, no se requiere de conjuros o brujería para que lleguen de afuera sino nacen desde adentro. Obtener ideas es un proceso de abstracción intenso que requiere perseverancia y para lograr esto hay que tener materia prima para después extraer lo realmente valioso de una masa de ocurrencias silvestres. Haciendo una analogía con el proceso de destilación con el que se obtienen algunas sustancias químicas, revisemos qué semejanza hay en esta transformación, quizá esto podría reducir la distancia entre las primeras ideas en crudo y una idea genial. Recopila. La cantidad es la madre de la calidad. Acopia tanta información como te sea posible y destaca todo lo que consideres relevante para el proyecto sin pensar todavía con un jucio limitante que impida el flujo libre del pensamiento. Escribe conceptos, anota frases, haz conexiones. Organiza. Después de tener todo este material crudo, organiza las ideas en clústers más pequeños y agrúpalas por relevancia o similitud. Algunas ideas podrán quedar en el camino, quizá no sea el momento para algunas de ellas pero guárdalas, después podrás utilizarlas en otra cosa. Destila. Imagina a tu cerebro como un alambique en ebullición queriendo extraer el mejor contenido del proceso de pensamiento. Si después de un momento de sublimación no obtienes nada, descansa un poco, para la combustión es necesario un poco de oxígeno antes de activar la chispa. Compara y Reduce. Examina las ideas unas contra otras y dedícale más recursos a las que tengan mayor posibilidad de éxito para resolver el problema en cuestión. Si te aferras a una idea imposible, podrías estar perdiendo tu tiempo y energía en algo que nunca sucederá. Decide. En este punto esperamos ya tener algunas ideas viables, haz otro pequeño proceso de separación y resúmelas a un par de caminos para que sea más sencillo poder presentarlas y decidir. La tenacidad en encontrar buenas ideas hará más fácil la búsqueda. La simplicidad es un recurso que requiere de continuidad, eliminando lo innecesario y evaporando lo que no sea sustancial. Al final recuerda que llegar a cosas simples es un proceso complejo, no siempre podremos ser Don Draper intentando salvar al mundo después de dormir una siesta.
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