El amado fútbol no sería hoy ese fenómeno mundial que levanta pasiones y destruye familias y amistades, si no fuera porque hace ya muchas décadas, la selección brasileña lo elevó a una nueva forma de arte. Siempre le tuve envidia a mi viejo. El señor se enamoró del fútbol viendo a Pelé, Rivelino, Tostao, Sócrates y Zico (por nombrar a algunos) y cada vez que recuerda a esa espectacular selección brasileña de España 82, todavía le brillan los ojos de la emoción. Pero bueno, tampoco me puedo quejar, yo 25 años después crecí admirando a Ronaldo, Rivaldo, Romario, Roberto Carlos y Ronaldinho. Mis primeros pasos en el internet los di gracias a ellos, cuando después de clases me conectaba en secreto (vía telefónica) para ver fotos y videos de mi ídolos, y al día siguiente intentaba imitarlos en el recreo, casi siempre sin éxito. Esa admiración por la selección brasileña me llevó a volverme un apasionado por la cultura de ese país. Me parecía fascinante cómo su forma de jugar al fútbol reflejaba a la perfección la idiosincracia de su tierra. Eran felices dentro y fuera de la cancha, encaraban cada jugada con alegría, emocionaban al mundo entero con sus regates, y entendían a la perfección que su objetivo: darle a la gente noventa minutos de diversión. Eduardo Galeano decía: “El fútbol, bien jugado, da placer”, y qué razón tenía, porque ver jugar a la selección brasileña, daba placer del bueno. Así fue siempre, hasta que hace más o menos diez años, alguien decidió matar la esencia del referente del fútbol a nivel mundial, con la excusa de que así como los tiempos cambian, el fútbol también lo hace y ahora se debía jugar de forma diferente. Ahora se juega para ganar, no para dar espectáculo, decían, sin darse cuenta que la mayor victoria del fútbol brasileño no eran las estrellas que llevan arriba de su escudo, sino las alegrías que le generaba al planeta cada vez que los veía jugar. Hoy, Brasil ya no es ni la sombra de lo que una vez fue. Hoy, ya no suena a blasfemia pensar en un eventual mundial sin ellos, y a las nuevas generaciones cada vez les es más difícil creer que esa selección, fue la responsable de marcar un antes y un después en la historia del deporte más lindo de todos. Me gusta utilizar al deporte como alegoría en los negocios y en la vida, y por eso decidí escribir esta columna. Quería demostrar que la selección brasileña cometió el peor error que una marca puede cometer: traicionar su esencia. Negar eso que te hizo ser único, eso que te ha llevado a donde estás y que te ha abierto tantas puertas a lo largo del camino. Sí, los tiempos cambian y la forma de jugar el juego también. Adaptarse es una obligación y reinventarse es necesario, pero nadie dijo que para hacer esto, debes traicionarte a ti mismo. Serte fiel no evitará las derrotas, pero si te asegurará que cuando la gente piense en ti, lo haga más con el corazón que con la cabeza. Y para mí, esa es la victoria más grande que puede tener una marca.
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