Trabajo en publicidad. O en comunicación, prefiero pensar. Mi trabajo consiste en recibir información de mis clientes, de sus marcas, y generar entonces ideas para las mismas. Ideas que ayuden a sus negocios. Ideas que, en un mundo tan tremendamente competido como el que vivimos, ayuden a sus marcas a diferenciarse del resto, a ocupar un lugar privilegiado en la mente de la gente. En eso consiste mi trabajo, y lo amo. Lo amo, entre otras cosas, porque me exige conocer a la gente, entenderla, saber cómo hablarle, qué decirle, respetar su inteligencia. Siempre he pensado que la “publicidad” debe, como cualquier otra industria, mejorar en algo la vida de la gente, no estorbarla, no interrumpirla con mensajes anodinos e irrelevantes ni repetirle los mismos mensajes “correctos” que ha visto millones de veces desde hace muchos años.
Hablo de marcas y no de “productos” porque pienso que entre un término y otro existe toda la diferencia del mundo. Los “productos” pueden ser idénticos, iguales entre sí, pero las marcas no. Las marcas hacen toda la diferencia del mundo y es ahí donde está lo lindo de mi trabajo: en que las marcas que manejo enamoren a la gente para que las prefiera, para que esté dispuesta a esperar, a no comprar “otras”, a pagar más, por una marca que “adoran”. Una marca, no un producto. Y todo eso, se basa en las ideas. En tener ideas. Todo mundo tiene ideas. El problema, es que unas son mejores, mucho mejores que otras y no todo mundo lo reconoce. No todo mundo lo sabe o, lo que es peor, no todo mundo está dispuesto a aceptarlo. Las ideas, en publicidad, son algo intangible, difícil de medir, al menos en la etapa en la que se presentan, en una etapa en la que no se producen todavía. Hay ideas malas que pueden parecer buenas, e ideas buenas que, de entrada, pueden no parecerlo tanto. El tema es saber encontrarlas. «¿Cómo sabes cuando una idea es buena?», me preguntaron una vez en una entrevista. «Una idea es buena, cuando te da miedo la primera vez que la ves», respondí. «Cuando, de entrada, te hace sentir incómodo. Cuando no sabes si deberías o no aprobarla. Esa es con toda seguridad una idea distinta. Una buena idea» Y es que son ésas, las ideas que “no estabas esperando”, las que realmente pueden hacer una diferencia. Las que se cuestionan más, a las que más “peros” se les ponen, las que lucen más complicadas, más “arriesgadas”. Pero en mi trabajo, como en la vida, son ésas las ideas que vale la pena perseguir. Si no tomas ningún riesgo, estás tomando, sin saberlo, el riesgo más grande de todos: el riesgo de ser un mediocre, el riesgo de no trascender. El riesgo de obtener resultados «esperados». Las peores ideas son las «correctas», precisamente porque te dejan tranquilo, porque te hacen “quedar bien”, “cumplir”. Las peores ideas son aquéllas a las que no parece haber “nada que cuestionarles”, pero eso es precisamente porque no aportan nada nuevo, nada distinto, aunque tú en principio puedas no darte cuenta. Esas ideas las puede tener cualquiera. Ésas, las «ideas correctas» te engañan y te pueden privar de trascender. Y a todos se nos cruzan en la vida. «Uff, ya tenemos la idea, listo, vámonos a descansar» «Esa idea nadie la va a cuestionar y, después de todo, mi promoción y mi aumento se acercan» «Es buena idea casarme con él, es decente, lindo y le va bien. Ok, no me fascina, pero con el tiempo estoy segura de que me llegaré a enamorar más « «Al director le va a encantar, es justo lo que está esperando» Un ejemplo más: Hace 4 años tuve la idea de renunciar a un trabajo increíble en una agencia increíble para independizarme y fundar mi propia agencia. Una agencia más pequeña, más contenida, en la que no tuviera que responder a nadie, en la que pudiera elegir con qué clientes trabajar y con cuáles no. Durante meses, la idea me sedujo, me taladró la cabeza pero, sobre todo, me dio miedo. Era Presidente de una compañía respetada, prestigiosa, multinacional, en la que los clientes me adoraban, en la que me iba increíble, en la que me podía quedar toda la vida, en la que estaba muy cómodo, en la que estaba todo bien. Todo, excepto que no quería estar cómodo. Quería cambiar. Porque el cambio, pienso, es una constante necesaria en el ser humano. Porque como ser humano es necesario evolucionar para ser feliz. Le conté la idea a algunos amigos, se la conté a mi padre. Y a varios les dio miedo por mí. Porque se preocupaban por mí. Después de todo, yo vivía en una idea correcta: el cheque, el bono, la posición regional, los viajes, el respaldo. Esa idea sonaba «bien». Pero ya no me atraía. Me hacía sentir estancado en lo profesional y, por ende, en lo personal. Así que opté por hacer lo que tal vez 9 de cada 10 no hubieran hecho, por comodidad, por miedo o porque pensarían que yo soy un estúpido. Perseguí esa idea que tanto miedo me daba y así nació ( anónimo ). Hoy, casi 3 años después esaidea ya no me da miedo. Me da orgullo, satisfacción, alegría y, sobre todo, me inyecta la suficiente energía y pasión para levantarme a trabajar todos los días, para transformarme, para ser mejor, para trascender. Hoy, esa idea le da de comer a cerca de 50 personas y en muchos casos a sus respectivas familias, siendo acaso eso lo único que me sigue dando algo de miedo: lograr que a todas esas personas que también creen en la idea, les vaya mejor. Imagen cortesía de Fotolia
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