Todos hemos ido llorando alguna vez a mamá cuando nos rasguñábamos una rodilla, cuando nos elegían los últimos en el reparto de equipos del partido de fútbol del patio del colegio, cuando la profe nos sacaba a la pizarra y quedábamos en ridículo… Y a medida que vamos siendo más mayores, la tarea de las madres va cobrando más y más dificultad. De pronto nuestros problemas no se resuelven con un “cura sana, culito de rana, si no se cura hoy se pasará mañana” y un besito en nuestra pupa. Nuestros “¿y por qué?” van adquiriendo una dificultad que ni el más sabio anciano podría superar: nuestra primera decepción amorosa, la primera traición de la que creíamos que sería nuestra amiga para toda la vida (y que probablemente haya acabado siéndolo), los primeros granos, las tareas del colegio… También nuestra segunda decepción amorosa, y por supuesto la tercera. No hay nada que una madre no pueda afrontar, y por ello siempre se recurre a ellas. Normalmente, cuando nuestra etapa de máximo desarrollo se va de la mano con la tediosa adolescencia, el trabajo de las madres disminuye, pero nunca se acaba: ¿quién no ha llamado a su madre ochocientas mil veces en su primer año de independencia para preguntarle que cómo se hacía esa receta tan buena que ella siempre preparaba? O la primera vez que te enfrentas a la lavadora, con todos esos botones, o que vas a hacer una compra doméstica y te preguntas ¿por qué demonios será todo tan caro? O lo de pensar la comida, ¡qué fácil parece cocinar algo bueno y apetecible todos los días cuando la responsabilidad de pensar en qué cocinar no recae sobre tí! Por desgracia y en contra de nuestras más deseadas expectativas, la respuesta a todas estas incógnitas nunca es “mira en tal cajón, te he dejado ahí tu propia varita mágica”. También están las decisiones laborales que nos plantean dudas que no se resuelven ni con una lista de pros y contras, por eso el universo creó a las madres: si una lista de pros y contras no resuelve algo, y tampoco lo hace una madre, es que el fin del mundo se aproxima. En cualquier decisión sería que tomemos, tendremos en cuenta cuál sería su punto de vista. Pues bien, si existe madre más digna de merecer el cielo que ninguna otra, sin duda, esa es la madre de cualquier publicitario. Cualquier profesión te genera inquietudes y dudas en algún momento del recorrido, pero estoy convencida de que en Publicidad más aún. Han sido muchas las ocasiones en las que hubiese deseado refugiarme en los brazos de mi madre, que me tocase el pelo y me dijese que todo iba a salir bien, y que sino ya se arreglaría. He visto a algunas de mis amigas y compañeras de carrera recurrir a ellas en esos momentos en los que yo hubiese deseado hacer lo mismo y las he envidiado, pero siempre sanamente y deseando que sepan apreciarlas. Otros amigos dedicados a otras profesiones no han tenido este tipo de inquietud de una manera tan continua, como nos ha invadido a los que nos dedicábamos a la publicidad. La Publicidad lleva consigo algo que no es común en todas las profesiones: el inevitable y estrepitoso fracaso. Las primeras ocasiones en las que nos enfrentamos a éste, estoy segura de que la madre de casi todos lo publicitarios, se enfrentan al más tremendo berrinche de la vida de su hijo. Afrontar a este temido enemigo es algo muy duro para todos nosotros, especialmente si nuestros primeros pinitos han tenido éxito, probablemente en algún concurso de la Universidad. A pesar de que, habitualmente, durante nuestros años universitarios aprendemos a lidiar con el que será nuestro compañero de escritorio hasta el fin de nuestros días laborales, seguiremos recurriendo a nuestra madre. O al menos, seguiremos recordándola y deseando poder llamarla, resignándonos a pensar cómo ella lo haría. Esto ocurrirá cuando sea otra la agencia que gane el concurso, cuando tu director creativo no reconozca tu labor, cuando el evento en el que llevabas tanto tiempo trabajando haya sido un auténtico fracaso y, para colmo, haya llovido y todos los invitados se hayan mojado. Incluso cuando, una vez más, el cliente no sepa qué es lo que realmente quiere y te sientas estúpido por no llegar a comprenderlo. En una profesión “normal” las veces en la que necesitarás ese apoyo incondicional que solo una madre es capaz de dar, serán pocas y en momentos muy señalados de tu carrera: tu salida al mundo laboral, un ascenso, un cambio de empresa… En los publicitarios todo se magnifica, esos momentos señalados son más frecuentes porque ponemos el alma en cada acción comunicativa que creamos, y el éxito de nuestros clientes es equiparable a la satisfacción que debe sentir una matrona al ver a un niño al que ayudó a venir al mundo una vez éste haya crecido. Esto hace que, de igual manera que nuestros aciertos nos generarán una satisfacción enorme por muchas veces que hayamos acertado en nuestro trabajo, los fracasos también nos dolerán de una manera descomunal, por mucho que hayamos fallado anteriormente. En este, y en muchos otros aspectos, la Publicidad y la Comunicación son equiparables a las relaciones amorosas: por muchas veces que nos decepcionen y nos hieran, cada nueva decepción dolerá tanto como la primera. Por todo esto, los publicitarios, en el fondo, somos un poco como esa gente rara que nunca abandona la casa de sus padres, sólo que nosotros somos capaces de tener nuestra propia autonomía, incluso de pasar días sin hablar con ellos, pero siempre les recordaremos en algún momento no muy lejano, probablemente, casi todos los meses. La relación entre un publicitario o comunicólogo y su madre es especial, y es que ellas por nosotros harían lo que fuera, ¡pero nosotros por ellas también! Dedicado a todas las madres del mundo, a las que están y a las que ya se fueron, y a las que no han sido madres pero han ejercido como tal, porque dicen que madre solo hay una, pero algunos hemos tenido la suerte de tener varias que lo han sido y lo han dado todo.
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