Para Michael Birkenbilh la verdad no es lo que dice A sino lo que entiende B; una ley capital de la comunicación que podríamos complementar si aplicamos el axioma que Paul Watzlawic desarrolla que nos indica que la comunicación es, esencialmente, contextual, y en este sentido A sería responsable de sus emisiones frente a B que tendría la obligación de decodificarlas de la manera más limpia posible.
Las relaciones humanas son, fundamentalmente, comunicacionales, es imposible no calificar a la comunicación como la base elemental de toda relación humana; por lo mismo, las marcas, en tanto signos que comunican, incluso más allá de la imagen, en la impresión conceptual, son agentes de contenido que pueden, lo han hecho ya, modificar el relieve de la antropósfera: la esfera que constituye la humanidad en su carácter racionalista-contemplativo y dinamizarla en su vertiente conductual: la tecnósfera, vínculo artificioso entre la humanidad y el medio ambiente.
Si continuamos con el ejemplo suministrado antes, las marcas no serían el sostén de la verdad acerca de sí mismas, su mensaje es irrelevante si las audiencias no están de acuerdo con la proposición inicial; en otras palabras, la verdad de las marcas no es más que el resultado de la opinión pública; y esta verdad se construye por medio de distintos factores que intervienen en la relación entre las audiencias y las marcas y que en el desarrollo de las mismas, es bueno acotar, van surgiendo planificada y sistemáticamente.
El poder de influencia que ejerce una marca sobre sus audiencias dependerá en gran medida de la capacidad que esta tenga para construir alrededor de sí un áura de prestigio; eso ya lo hemos explicado antes; lo vital para acceder a esa capacidad es que quien maneja la marca sea consciente del fenómeno que envuelve a la marca, que no es un signo aislado que se coloca para ser observado sin valoraciones presupuestas; McDonald’s por ejemplo, hoy en día es una de las marcas más condicionadas por la opinión pública estadounidense como “dañina”; hay casi un consenso general acerca de Amway y su dudosa forma de hacer negocios; las marcas pueden tener slóganes muy atractivos y ser súper simpáticas, pero no es hasta que la opinión pública califica que se dan las condiciones de tratamiento de una marca.
El proceso a nuestro juicio es sencillo; tenemos una marca, que es, en teoría, un personaje: tiene que tener un tema (la verdad dicha a priori), una historia (que es una verdad contextual, verificable) y un dilema (una verdad ambigua, no verificable, resultado de la percepción externa, pero con fundamento en elementos deliberadamente ocultos, desconocidos, difusos); con estas tres características la opinión pública se hace una idea general, que es debatida; pero para ello debe haber notoriedad, deben resaltarse el tema, la historia y dejar que el dilema se diluya, a través de una comunicación masiva; ese proceso es guiado, pero debe dejar margen de error, no puede ser perfecto, tiene que, deliberadamente, tener inconsistencias; las marcas que, por todas sus aristas son impenetrables, tienden a generar mayor desconfianza; sin dilema promueven dilemas mucho más peligrosos, pues son incontrolables.
Este proceso corresponde a varios actores, pero hay ciertos actores contemporáneos que cumplen una función interesantísima en la valoración general de las marcas: los influencers; actores que parecen y muchas veces lo son, ajenos a la construcción de la marca, pero que son decisivos. En el pasado, cuando la televisión era el medio más visto y casi que el único capaz de mover al mundo, los influencers ejercían una presión enorme sobre las audiencias; hoy, con medios mucho más dinámicos, con una televisión rendida al internet y unas audiencias mucho más heterogéneas, fácilmente neurotizables, susceptibles al delirio y muy volátiles, estos influencers ejercen una ligera presión, casi imperceptible sobre territorios convincentes, en contextos confiables; ya no le hablan al público general, prefieren cercar pequeños espacios, decir la misma verdad en distintos lenguajes, exponerse en distintos escenarios con distinta ropa, pero mismo cuerpo.
Los influencers son realmente poderosos, comprenden ese poder y comprenden, al menos, la mayoría de ellos, que su poder está limitado, respetan el espacio general, dejan a los medios generalistas la tediosa y ya subvalorada labor de “quemar” a las marcas, pero ellos, en su canal de youtube, en su cuenta de twitter o instagram, labran nuevos surcos a la popularidad que necesitan las marcas; las audiencias, reticentes al aviso publicitario evidente, hacen pequeñas concesiones a modos más “amigables” de relacionarse con las marcas, no abandonan el poder que tienen de ser la verdad decisiva, tan solo negocian desde otra, novedosa, interactiva y hasta entretenida, trinchera.
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