Recuerdo que de pequeño, en el colegio, siempre nos reñían e incluso castigaban cuando cometíamos faltas de ortografía. En esos momentos, hace ya 40 años, en un entorno rancio y con el miedo como enseñanza, uno intentaba esmerarse por escribir bien sabiendo que corría el riesgo de recibir un par de golpes de regla de madera en la palma de la mano. Por suerte, los tiempos han cambiado para mí en todo menos en una cosa, cuando leo a alguien que comete faltas de ortografía, me recuerda esos golpes de regla. Y no es una cuestión de soberbia sobre lo bien que uno pueda escribir o de exaltación de algo que luego uno mismo incumple. Es una cuestión de sentido común, una vez más y como en casi todo. Cuando hablamos de escribir nos referimos, en este caso, a la forma y no al fondo. Si escribes es porque quieres comunicarte con alguien e Internet nos ofrece muchas vías para ello en un soporte permanente, replicable y reenviable. Escribir puede significar estar siempre en la red. Por ello, atender a lo que uno escribe es prioritario, es una cuestión de bienestar personal, de aseo cultural y de tonificación mental, con implicaciones de valor que van más allá de uno mismo. No todo el mundo que escribe, comunica. Ni todo el que comunica, transmite. Ni todo el que transmite, asienta en destino. Por ello no podemos tomarnos la escritura, sea al nivel que sea, con la ligereza con la que se hace actualmente. Hemos comentado en otras ocasiones que actualmente nos movemos en un ecosistema caótico donde rige la norma del «no pasa nada», y el arte de escribir no es menos afecto por ello. Porque sí pasa, y mucho. Cuando escribes con intención de comunicar y transmitir, la invisibilidad que aporta la privacidad de Internet no es premisa, aquí no podemos tirar la piedra y esconder la mano porque nuestra intención es, siguiendo la metáfora, que todo el mundo sepa de quién es la mano que tiró la piedra. Por eso cada una de las letras y signos de puntuación que salen de nuestro teclado quedan tatuados de forma automática en nuestra imagen como persona y profesional. El ser humano yerra, es innato y gracias al aprendizaje sobre el error somos mejores. Pero la ortografía y la gramática parecen haber sido olvidados de la pluma del Divino y cuando nos conectamos nos llega de todo, intuyendo que el aprendizaje sobre el error es mucho más complejo de lo que pensamos. Y más allá de la escritura tenemos esa selecta y ruborizante lista de justificaciones camufladas de argumento, sobre la insostenibilidad de un texto. Os suena el… «es que me he acostumbrado a escribir como en whatsapp» o el “es que en mi tierra se habla así“. Es decir que un individuo con 50 años a su espalda justifica sus barbaridades por mail porque resulta que escribe mal tras lleva año y medio chateando. Y es obvio que hablar y escribir son dos cosas muy diferentes. En ocasiones aprendemos lo malo a una velocidad que nos convertiría en excelentes si aprendiésemos lo bueno a la misma. La vergüenza ajena se inventó el día que uno careció por completo de ella y la colgó de los hombros vecinos más próximos. En realidad estas excusas son tristes, no a lugar y confirmación de por qué hay mucha gente que no escribe bien. Y no perdamos de vista que una de las acciones óptimas para escribir con dignidad y cada vez mejor es no dejar de leer. El problema es que para ello debemos empezar a hacerlo y, una vez en marcha, acostumbrarnos a ello. Porque no, seguimos sin leer y no es un tópico, no leemos aunque digamos con énfasis vocal que sí lo hacemos. Ya sabemos que el perro que ladra, muerde poco. Pero no entraremos en ello porque de pronto, muchos se ponen también a morder. Haber si de una vez nos ponemos a leer, asín podremos decir de verdad que escriviremos mejor. Impacta la frase, verdad. Pues por su asiduidad casi podríamos contemplarla como aceptada, sobre todo después de la inclusión por parte de la RAE, entre otras aventuras incomprensibles, del «asín» (y dejamos de lado el “crocodilo”, el “cederrón”, el “muslamen“ o la letra “ye” para maltratar a nuestra querida “i griega”). Para perder el sentido, verdad. ¿Qué será lo próximo, el «me se cayó»? A veces da grima. Pero volvamos al propietario del despropósito, al que entra en tu zona de conocimiento con sus palabras y te transmite una comunicación insegura. Obviamente no hablamos de una «b» o una «v» que, vecinas de teclado pueden conspirar contra ti y cambiarse un día puntual (aunque los que leemos al escribir y releemos 2 veces antes de publicar es probable que acabemos con las dos conspiradoras), sino de despropósitos de récord como el «haber» en lugar de «a ver» y viceversa o el «hayar» en lugar de «hallar». Y en empresa eso sí tiene repercusión. Porque los profesionales son reflejo de la persona, porque las empresas son reflejo del profesional y la marca, reflejo de las empresas. Porque no escribir bien puede mostrarnos como muchas cosas menos la que seguro queremos transmitir. Tiempos de globalización demandan una comunicación veraz, eficiente y orientada a resultados. En la actualidad, el marketing de contenidos es una de las estrategias de empresa con mayor rendimiento y un enorme potencial de crecimiento. ¿Su esencia? Un fondo con contenido de valor, orientado al público objetivo elegido y con una forma correcta que aleje cualquier duda sobre las capacidades del escritor, de lo que quiere transmitir en sus palabras y de la imagen que representa. Las empresas deben empezar a cuidar sus comunicaciones sobre su marca y productos, sobre quién transmite desde ella y a quién lo hace. Deben empezar a pedir ayuda si quieren escribir y no se les da bien porque cuando se va la luz en casa llamamos al electricista, no metemos los dedos en los cables. Y si pensáis que la comparativa es exagerada, escribid algo en el muro de vuestra red social con varias faltas de ortografía, esperad la repercusión y veréis como no hay tanta diferencia. En definitiva, ojo al teclado porque en realidad, somos lo que escribimos.
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