¿Cuántas son las cosas que día a día aprendes y que simplemente se te han ido en publicarlas en las redes sociales queriendo alcanzar los tan buscados “shares”, “likes” y “comments”? De verdad, si hiciéramos un recuento de aquellas experiencias buenas, que nos han hecho mejores personas al recorrer la interminable mortal película de la vida misma, podría asegurar que le cambiaríamos la vida a muchas personas en circunstancias muy parecidas y es que finalmente todos vivimos una misma rutina, con diferentes niveles de apasionamiento, pero muy similares en la esencia. Hay aquellos que despiertan solos, pero acompañados de una mascota, o los que hacen de su taza de café el merecedor de su primer beso. Hay los que amanecen apurados por el ir y venir de gritos y sonrisas en el marco de una familia, donde los niños determinan el destino de cada uno de los suspiros. Hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos, jóvenes, todos con miles de historias todos los días. Hace poco fui a desayunar a un lugar tradicional en mi ciudad, un espacio donde los tacos acorazados son el hilo conductor que permite tener una buena plática y compartir la vida misma, acompañado de rajitas en vinagre sobre un delicioso manjar de arroz con carnitas fritas, montados en dos tortillas. Ocupé una mesa sencilla de cuatro asientos, cuando de pronto, una señora me solicitó poder usar una de las sillas, acepté inmediatamente -cómo no hacerlo si tenía la misma edad de mi madre y una imagen muy parecida a la de la suegra perfecta, esa que a veces se enoja, pero que tras los lentes, tiene unos ojos dulces, mismos de color café con azúcar mascabada, creadora de una hermosa mujer de la cual solo se ve en sueños despierto-. Aquella mujer me dijo, al tiempo que disfrutaba enchilarme, -“¿Usted se acuerda mucho de alguien a quien quiere mucho verdad?, sorprendido le pregunté ¿Cómo lo supone?, me dijo “Voltea mucho, como buscando el compartir cada suspiro que los sabores le provocan y es que a mí me pasa igual, con el cafecito de la mañana me acuerdo de mi viejito, Dios se lo llevó junto a él y pues solo me quedan mis hijos, mis tejidos, mis recuerdos y una hermosa taza que tiene su imagen”. Para ese momento, lo picoso me sabía dulce. Las palabras de esa bella mujer me habían enseñado mucho de aquello que es el compartir la vida. Acabó mi bella acompañante su taco, de manita de puerco, y me regaló un pañuelo de esos suavecitos al ver mis lágrimas salir como las de los niños a la hora del recreo. Me acarició el rostro y me dijo: “No importa cuán grandes sean los hombres, siempre serán niños, hágame caso, se le ve antojadizo y los te amo son iguales. No se quede con las ganas de su taco y menos de decirle a esa persona tan especial en su vida que usted la extraña y quiere mucho”. En una sentada a desayunar descubrí que el mundo tiene tantas historias como estrellas y que cada película y hasta comercial que llega está lleno de sentimientos reales y ciertos. Todos somos escritores, hay que reconocerlo, pero para eso hay que aprender a escuchar. Nuestra vida es una gran historia, escribamos con el corazón en tinta. Porque no hay mensaje que no tenga razón, ni razón más grande que la verdad. Imagen cortesía de iStock
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