¿Quién me dijo que sé escribir? ¿Quién dice que mis palabras llenan los vacíos y enmudecen los ecos insaciables de lo que parece ser una necesidad de pertenencia? Nadie. Yo me lo creí. Comencé leyendo, poco, mucho, nada. Esas letras que me trasportaban a universos y me llenaban de información son las culpables de mi exagerada creencia de poder trasmitir sensaciones y vender, ellas son las culpables de que me haga llamar copywriter. En la vida siempre nos contamos mentiras para alivianar la carga de la realidad, estamos en la búsqueda de la pertenencia que nos brinde la seguridad de sabernos completos, entendidos y muchas veces (casi todas) admirados. Esa fue la razón por la que decidí ser redactor, esa misma razón es la que me ató y animó a usar las letras para comunicar algo más, grave error. La redacción publicitaria es (en la mayoría de los casos) una condena segura, un desperfecto de las letras y un uso continuo de modismos que terminan sobre un papel que no perdura, sobre un lienzo que se evapora con los primeros rayos del alba. Lo confieso, yo no sé escribir y no pretendo hacerlo porque eso resumiría mi capacidad creativa, eliminaría mi irreverencia y centralizaría mi cordura. ¡No, no, no! Yo destrozo letras, yo escribo aberraciones y vomito palabras que tienen un uso simple y básico. Soy redactor, no intimo, no profundizo, no trasmito, yo vendo. La publicidad es una salida fácil para escribir simple, sencillo, rápido y conciso. Yo no soy el redactor que sueña con escribir un libro, no, yo ambiciono simplemente comunicar, yo ilusiono ver a un cliente feliz con la venta de su producto gracias a una buena cabeza. Simple, directo, así es redactar publicidad, o ¿no? Imagen cortesía de iSotck
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