Soy fan de la comida de mar. Con furtiva constancia procuro escabullirme a un lugarcito que queda cerca de mi oficina donde venden unos mariscos que conforman el grupo de los pecadillos que mi paladar se permite de vez en cuando. Mafe, la dueña del sitio, nunca come (o nunca la vi probar la comida), lo cual me parecía rarísimo. Un buen día y de nuevo mientras sucumbía a la glotonería marisquera, la curiosidad me obligó a preguntarle: ? ¿no te gustan los camarones? ? Soy yo la que no le gusto a ellos… ¡Soy alérgica! ? Anotó con algo de frustración. La situación, ya aclarada por demás, debe parecerle bastante peculiar a los otros comensales que aún no saben de la reacción de Mafe a los percebes. Supongo que se han de preguntar, tal como yo lo hacía: ¿Por qué no consume algo que ella misma vende? Esta situación me hizo pensar en algunos pares Creativos, Ejecutivos, Planners, etc., quienes sorprendentemente parece que sufrieran del mismo padecimiento de Mafe con los mariscos… ¡Son alérgicos a la publicidad que ellos mismos venden! La cosa es así: venden spots, pero como televidentes se ganan el premio al ‘Dedo más rápido del zapping’ al repasar con somera atención los 92 canales de su servicio de cable en cuanto asoma algo que parezca un mensaje publicitario. (Y eso que hablo de esos “weirdos” que todavía no consideran algo burdo, mundano y poco intelectual ver televisión). Componen cuñas y jingles con poética sintaxis, pero no conocen más allá de los linderos de su playlist, o de la versión Premium de Spotify o Deezer. Premium (de muy importante) porque no tiene comerciales, entre otras ventajas (?). Ni hablar de las emisoras más escuchadas por el vulgo. Esos son terrenos fútiles para las grandes mentes creativas de las agencias. Seguir con copiosa devoción una estación en donde suenan artistas que ya han salido de la cochera del bajista o que no provienen de un país del Nororiente de Europa, no es para las conspicuas estirpes que la publicidad pulula. Si a estas alturas aún cree que esto que digo no es con usted, continúo. Piense en la “eternidad” que significan esos cinco segundos que demora en salir el letrerito que reza: “Saltar anuncio” en el comercial que precede el vídeo que usted con avidez buscó en Youtube (pre-roll). ¿Cierto que da un fresquito saber que no alcanzaron a invadir su sacro espacio erudito antipublicitario? ¿Recuerda cuándo fue la última vez que compró (con dinero de su peculio) una revista impresa o un diario? No valen esas veces en las que salió el anuncio de la agencia porque sé que esa compra, si usted es creativo, tiene fines más ególatras: por ejemplo el de engrosar el inventario del museo de piezas que han salido de su exquisita genialidad. Si usted es de medios o cuentas, el fin es hacer un seguimiento de la pauta, para apaciguar a esos clientes “intensos” que siempre están al corte de cualquier problema para llamar a la agencia. ¿Lo recuerda? Pues bien, evitar la incoherencia masificada en nuestro quehacer es difícil, y lo es más si partimos de la base de que sin ninguna razón aparente, los publicistas nos creemos superiores intelectualmente al resto de mortales (a los que tratamos de venderles productos y servicios). Somos una especie de cofradía que hasta se da el lujo de blasfemar de aquellos que contratan nuestra gracia (los clientes). No probamos lo que vendemos, salvo que dichos trabajos vengan en forma de reel de comerciales o sean de ese 0,0000000000004% de piezas incluidas en un shortlist. Por eso, desde estas humildes letras, exhorto a desarrollar este brief de la incoherencia para evitarla a toda costa. Aprovechemos que la publicidad no da urticaria, no inflama el oído, no brota la piel y no se manifiesta tan agrestemente como posiblemente se debe manifestar en el cuerpo de Mafe cuando ella osa disfrutar de un delicioso coctel de camarones. Me dio hambre, ¡Ya vengo, voy a hacer una diligencia! Imagen cortesía de iStock
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