Enfilando el descenso hacia 2016 hay aspectos de empresa que parece han sedimentado por fin y son inamovibles, como el terreno formado por sedimentos depositados hace de millones de años. Pero en otros aspectos parece seguir existiendo una especie de lucha universal, una de Ángeles contra Demonios, del estilo del Bien contra el Mal aunque en este caso, ambas busquen un mismo fin, a diferencia del arquetipo citado. Hablamos del comercio tradicional y del marketing actual, el primero orientado a la venta de un producto o servicio y el segundo al muestreo de las cualidades del mismo en pos de su compra. En realidad aquí estamos asentando la primera diferencia, muy de base y concepto. Todos tenemos en mente a un comercial intentando convencer a un potencial cliente, usando al extremo sus tácticas de reconducción y cierre para vencer y llevar a cabo una venta. Por igual tenemos presencia de los anuncios de televisión como un medio masivo e influyente que intenta convencernos que el producto mostrado es el que deseamos tener. Y aquí radica la clave: convencernos no de que ese producto es mejor que cualquier otro, sino que es el que deseamos o necesitamos. Es obvio que decir que un producto es el mejor o el más barato es sumamente objetivo y cuestionable desde cualquier flanco que se aprecie, pero cuando se habla de personas se habla de emociones y éstas juegan un papel determinante en nuestras elecciones. ¿Qué nos atrae más, qué es más interesante para nosotros, que invadan nuestra zona de confort vendiéndonos algo o que nos ayuden a decidirnos a comprar algo por la vía de las emociones? Seguro que nos hemos encontrado decenas de veces en ambas situaciones y sí, a veces nos gusta que nos vendan pero la mayor parte del tiempo nos encanta sentir que tenemos el control del proceso y que somos nosotros los que compramos. Y nada más claro para entenderlo que el contraste de posiciones entre un “me han vendido un saldo, que porquería de producto” y “he comprado un producto excelente, te lo recomiendo”. Viendo dónde nos colocamos vemos cuánto nos encanta tener el control. Es mucho más interesante para nosotros que nos induzcan a mover nuestras emociones que ser víctimas de una presión que no deseamos en casi ninguna circunstancia. El deseo de adquirir un producto se mueve por eso, por el deseo. Intentar forzar esa situación puede conducir incluso al efecto contrario, puede llenarnos de animadversión hacia el producto que nos muestran y convertirnos, a la vez, en oscuros prescriptores. Pero a pesar de ello, de la experiencia y de la interesante penetración del marketing de atracción, seguimos viendo y viviendo constantes ejemplos de venta intrusiva. El marketing puede vislumbrarse como el paso previo a la decisión, es el entramado emocional que nos coge de la mano para ponernos el producto en ella y hacernos ver en anticipado que es nuestro. Ese convencimiento es poderoso, infalible, emocional y, en ocasiones, puede ir más allá del sentido común o la capacidad de ese momento para adquirirlo. Nunca olvidaré en 1995 ver en televisión a una chica abrazando como si fuera su hijo, una caja del recién salido Windows 95 y declarar a la cámara algo así como “estoy muy feliz, ya tengo mi Windows 95, ahora a ver cuándo puedo comprarme el ordenador”. Esta situación vital e intensa grabó en mi mente el significado de la inducción a la compra, el poder del marketing de atracción y su enorme diferencia con la presión de la venta. Rodando y rodando hacia 2016, como decíamos, parece que cada vez la venta intrusiva va perdiendo terreno en beneficio de un marketing de atracción que pone sobre el tapete varias jugadas maestras:
- Es idóneo para el ser humano. Porque no nos gusta ser molestados, no nos apetece que haya alguien frente a nosotros recitándonos que su producto es el mejor y más barato del mercado (y los de los demás, no) cuando en realidad lo único que importa es que sea el producto que nosotros queremos o necesitamos. Prestar atención a su producto y no a nuestra necesidad es un error.
- Nosotros marcamos los tiempos. Decidimos cuándo y cómo comprarlo, tenemos en nuestras manos la decisión sobre su idoneidad y somos dueños de elegirlo según el rendimiento que pensamos obtener de lo que buscamos.
- Podemos controlar la llegada al cliente. Al basarse el marketing de atracción en diversos aspectos y abarcar todo el espectro de cliente potencial, desde el desconocido inicial hasta el tan ansiado y buscado prescriptor final, las empresas tienen un amplio abanico de herramientas y estrategias de llegada al cliente, lo que permite enfocar muy bien las necesidades de dispersión de marca.
En definitiva, el marketing de atracción es la herramienta del buen prescriptor, del buen canalizador de sensaciones para inducir la compra. Es un espacio que nos pertenece al que invitamos a visitar a quienes queremos que nos compren. Audiovisual y contenidos, emociones y decisiones, alejar la presión de venta y acercar la ilusión de compra son aspectos que sí harán que los potenciales clientes consideren nuestro producto como diferencial. Ese es el verdadero objetivo. Ese es el auténtico reto. Porque el marketing busca la diferenciación y en un mundo como el actual los cuellos de botella a la hora de vender crean colapsos de producto, donde no hay elementos de diferenciación, el marketing de atracción es el camino a seguir. Y es para todos, grandes, pequeños y el resto. Internet es el canal que nos ofrece sus raíles para que nuestros vagones se deslicen por ellos, para que lo llenemos de pasajeros a cada estación y que lleguen felices a su destino, habiendo comprado nuestros productos. Si conseguimos que alguien compre nuestro producto con la ilusión que transcribían los ojos de la chica del Windows 95, seremos capaces de todo porque tendremos la clave en un mundo sembrado de sentimientos y emociones. Y así, sin más, el marketing de atracción convertirá una fuerza de venta en una inducción a la compra.
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