Vivimos rodeados de etiquetas. Todo tiene un nombre, una categoría, una clasificación. Esta mañana, en la fila para dejar a los hijos en su escuela, estaba rodeado de cougars, Godínez y yuppies. Luego en el parque vi varios runners. Pasé a una tienda whole foods por un yogur orgánico y un muffin glutenfree, mientras en la fila una pareja de veganos hablaba con otra pareja de DINKs. La agencia, desde luego, está llena de hipsters y millennials, el cliente quiere parecer lumbersexual pero su asistente insiste en que es un mirrey. La tarde la pasamos bebiendo cerveza artesanal, oyendo música indie y discutiendo a qué edad empiezan los homelanders y las ventajas de ser un fofisano neosoltero. Nos encanta ponerle etiquetas a las cosas, a las categorías, a las personas, a los mercados y hasta a nosotros mismos. Etiquetamos en un afán por simplificar nuestro entendimiento de lo que nos rodea. De hecho, es una respuesta casi natural del cerebro humano ante la enorme cantidad de estímulos a los que se expone y que James Withcomb Riley resumió en su frase inmortalizada: “Cuando veo un ave que camina como pato, que nada como pato y que hace como pato, le llamo pato” El proceso cognitivo es más o menos así: recibimos un estímulo (a través de un consumidor al que observamos, un producto, un mensaje, etc.), nuestro cerebro desmenuza el enorme paquete de información que acaba de recibir y busca con qué lo puede asociar de entre la infinita cantidad de datos que tiene archivados en la memoria y una vez que ha decido a qué se parece, lo etiqueta o lo archiva en ese cajón. Las etiquetas nos ayudan a identificar algo rápidamente, nos sirven como un lenguaje en común para referirnos a segmentos específicos de consumidores, a tipos de productos, a entornos competitivos y a patrones de comportamiento. El problema, creo, empieza cuando las etiquetas son más importantes que las personas y cosas a las que intentan nombrar. Es decir, cuando tratamos de que todo encaje perfectamente en el cuadrito que previamente hemos diseñado para los segmentos y las marcas, nos olvidamos que los consumidores tienen muchas más características que las que hemos decidido que los definen y que es en esa diversidad de características, en donde podemos encontrar insights valiosísimos, elementos para diferenciarnos o factores clave en la decisión de compra No existen los (ponga aquí su etiqueta preferida) perfectos. No hay segmentos en estado puro. Tampoco hay productos diseñados quirúrgicamente para servir a estos segmentos “fantasma”, aunque he visto discusiones acaloradas de gerentes de marca tratando de educar a sus agencias sobre las características sutiles de los consumidores. La cosa se pone peor cuando somos nosotros mismos los que tratamos de encajar en las etiquetas que nos hemos (o nos han) colgado: creativo, arte, copy, cuentas, hipster, rebelde, cuadrado… y hacemos todo lo posible por mantenerlas, porque en una buena medida basamos nuestra (falta de) identidad personal en las etiquetas. Ser millennial no es un logro, es solo un accidente generacional. Ser raro es una decisión personal y nadie se va a poner triste si de pronto escuchas a Belinda o ves una película fuera del circuito de cinearte. Norteños, mainstream, soccer moms, alternativos, machos, feminazi… podemos llenar párrafos enteros con estas etiquetas que en realidad no definen a nadie. Qué tal que por ahí hay un darketo-tropical, un retrocontemporáneo, un Godínez-alternativo o un vegetariano-de-lunes-a-viernes. Usemos las etiquetas como lo que son: auxiliares en el entendimiento y códigos comunes de comunicación. Aprendamos a ver a la persona detrás de la etiqueta para aprender a comunicarnos con ella. Si te gustó este artículo, comparte; si no, comenta. Imagen cortesía de iStock
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