La referencia del título es clara, y por eso la aclaro aún más: la ballena blanca Moby Dick es la obsesión del capitán Ahab en la clásica novela de Melville. Tanto que la expresión “ballena blanca” ha pasado a significar esa obsesión que se convierte en el objetivo principal en la vida de alguien, hasta el punto de casi destruirla o, como en el caso de Ahab, de destruirla redondamente. Las ballenas blancas a las que me refiero aquí no son tan dramáticas ni metafísicas como en la novela, pero sí pueden constituir obsesiones: son esas ideas que todos los “creativos”, publicitarios o no, hemos tenido alguna vez y que no hemos podido concretar. Ideas que nos encantan, en cuyo éxito confiamos y que, estamos seguros, nos habrán de granjear numerosos premios de esos que comentamos con desdén hasta que los ganamos. Si se trata de campañas publicitarias, lo más probable es que hayan sido presentadas en alguna oportunidad y durante una coqueta reunión. Todos conocemos la lista de posibles razones que esgrimen los crueles e insensibles clientes para no aprobar una campaña: carencia o exceso de audacia (alguna de las dos excusas siempre queda muy bien), insuficiencia presupuestaria, imposibilidad de lograr consenso por parte del Comité Regional Geolocalizado de Aprobaciones Comunicacionales, o cualquiera sea el nombre de la oficina de desaprobaciones con que cuenta toda marca global seria. No abundaremos en esta trillada cuestión, ideal para el chiste fácil: si la idea sigue siendo una ballena blanca es porque nunca se le ha dado el visto bueno y se acabó. La virginidad de la campaña nos habilita a presentarla a algún otro cliente –en lo posible sin que lo sepa el cliente original, que no la aprobó pero se ofende igual. Aunque en realidad, si hablamos de ideas publicitarias nunca concretadas, en un mundo perfecto no debería ser posible usarla con otros clientes. Si una idea funciona para marcas diferentes (o peor aún, para marcas en diferentes rubros de negocio) no estaría siendo tan específica y apropiada para la marca para la cual se pensó; son esas campañas rechazadas y defenestradas con la excusa de que “comunican la categoría y no nuestro producto o servicio”. A mí no me parece que esto sea un obstáculo. La adaptación de una idea a la personalidad individual de cada marca no resulta una tarea tan complicada, al menos en la mayoría de los casos. Un claro ejemplo de esto que confusamente afirmo es la que, tal vez, sea mi mayor ballena blanca de las varias que persigo de manera obsesiva por esos mares. Si me lo permiten, me gustaría compartirla en este generoso espacio. Es la campaña “Culpable”, que ya he narrado a muchos de mis colegas, y que ya he presentado a varios clientes, siempre con el mismo resultado: encendidos elogios a la idea, rotundas negativas a su implementación, y hasta el convencimiento, por parte de un cliente, de que yo le estaba gastando una broma y que no la estaba proponiendo en serio. La idea nació con una disparatada teoría postulada por un amigo mío. Él sostenía que en toda empresa debía haber un empleado que se desempeñara como una especie de Gerente de Culpabilidad, al que todos acusaran e insultaran ante cualquier inconveniente surgido en la compañía. Mi amigo decía que esta persona debía contar con una amplia y confortable oficina, con espacio para que el resto de los empleados descargara su ira mediante ampulosos ademanes y destrucción de objetos, y también con un generoso salario para compensar sus lógicos períodos de estrés. En la tarjeta de esta persona, exageraba mi amigo, debía figurar su cargo con una sola e inexorable palabra: “Culpable”. Más aún, él recomendaba que este ejecutivo debía contar con un apellido listo para la rima fácil y grosera: Alderete, Tarija, Angulo, Saccomano. Esto facilitaría la andanada de insultos soeces de sus compañeros de oficina. Esta propuesta siempre me divirtió pero también me intrigó, hasta que descubrí la forma de aplicarla a una campaña, fatalmente B2B. Se trata de la creación de un falso gurú del management, cuya fama mundial se debe a la creación de la Teoría del Culpable, plasmada en el libro “My Fault! The Guilty Theory in Modern Companies”. Este gurú tiene su propio sitio y perfiles de redes sociales (tan graciosos como los que efectivamente tienen estos gurúes), participa en programas de televisión, da conferencias, etc. Desde luego, la resolución de la campaña es una propuesta de trabajo serio a empresas, en la que la marca detrás de la acción ofrece su conocimiento y profesionalismo en oposición a la moderna catarata de gurúes de impecable oratoria e incomprobable eficacia. La idea cuenta con más detalles y ejecuciones que no vienen al caso; como relaté hace un par de párrafos, varios colegas conocen la campaña, tanto que algunos llegaron a diseñar la tapa del libro y otros escribieron un par de capítulos. No es esta mi única ballena blanca. Tengo varias más, como resultado de años y años de navegar, arpón en mano, vastos océanos de presentaciones infructuosas. Pero creo que con la descripción de este ambicioso cetáceo alcanza para ejemplificar el concepto. ¿Ustedes tienen ballenas blancas? Y si es así, ¿se animan a contarlas?
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