Uno de los requisitos que las grandes empresas hacen a sus empleados, en especial a aquellos con una posición de nivel gerencial, es que ofrezcan asesoramiento a su subalternos con respecto a sus respectivas carreras. Esto es, que los aconsejen, los iluminen y, de alguna manera, les marquen el camino. A mí, esta tarea siempre me ha resultado difícil. No sé bien por qué. Tal vez porque cualquier consejo relativo a la carrera laboral de una persona caiga con demasiada facilidad en esas clásicas frases de autoayuda que aparecen con frecuencia en LinkedIn, una red pensada, uno quiere creer, con objetivos algo más elevados. Me refiero a sentencias tan inútiles como “El primero que debe creer en ti eres tú”, o “Si te dicen que no, no te desanimes, que algún día te dirán que sí” o, en fin, cualquiera dentro de esta tónica más propia de un aviso de gaseosas que de un consejo profesional. Supongo que debe haber otros motivos para que mis asesoramientos carrerísticos fueran tan escasos como obvios, y entre ellos tal vez se encuentre el hecho de que yo no recibí muchos consejos para desarrollar mi carrera. Lo que sí recibí fue una orden estricta, y esa orden me cambió la carrera; es una historia muy particular y que, por ese motivo, ya he contado a varias personas. Ahora la pongo por escrito. Me parece que las enseñanzas que se pueden extraer de esta anécdota servirán mucho más que un consejo dado a las apuradas. La historia es así. Yo obtuve el título de Diseñador Gráfico en 1990; estuve entre los primeros egresados de la Universidad de Buenos Aires en esa carrera. Mientras cursaba ya me encontraba trabajando en una agencia de publicidad pequeña, y cuando me recibí me había cambiado a otra más pequeña aún. Diseñaba, o al menos eso creía, y también hacía ilustraciones que los directores de arte aplicaban en los bocetos para presentaciones, lo que me hacía mucho más feliz. El dueño de la agencia, Daniel, solía encargarme otras tareas para las que yo no me consideraba demasiado apto: tirar ideas, escribir titulares, visitar clientes y presentarles trabajos. Insisto, yo no creía ser el más adecuado para esos menesteres, pero lo hacía de todos modos. Un día, Daniel me llamó a su oficina, me ofreció un café y un cigarrillo, y me hizo sentar para tener una charla. No sabía de qué podía tratarse esa charla, pero sospeché que cuando terminara, yo ya no iba a tener empleo. -Tengo para darte una noticia mala y una buena -me dijo. Yo suponía que la mala era mi despido; no tenía idea de cuál podía ser la buena. Daniel prosiguió: -La mala noticia es que como diseñador gráfico sos muy malo. Pero decir “malo” no es suficiente: sos pésimo, horrible, sin duda lo peor que he visto en todos mis años de profesión, que son muchos. Esta era la mala noticia, recordemos, pero yo no suponía que iba a ser tan mala. Lo que me estaban diciendo era que en la profesión que había elegido no solo no me destacaba sino que era un espanto. -Ahora la buena noticia -dijo Daniel, advirtiendo mi cara de absoluta desolación. Asentí con la cabeza; no tenía idea de cuál podía ser la buena noticia después del mazazo que acababa de recibir. -La buena noticia es que no sos diseñador -dijo. Fruncí el ceño, comencé a balbucear una tímida protesta y amagué con mostrarle el diploma, pero Daniel me hizo callar con un gesto. -Vos sos redactor -afirmó-. Y deberías dejar de perder el tiempo y empezar a trabajar de redactor cuanto antes. Volví a ensayar una expresión de disconformidad, pero sin mucha convicción. La verdad es que la afirmación de Daniel me había intrigado. Mi rebelión ante lo que parecía ser un cambio radical de carrera se terminó antes de comenzar, y Daniel expuso las razones de su revelación. – Sos un tipo muy leído, con una cultura general bastante importante. Leés libros, que ya es mucho más de lo que hacen estos ignorantes de acá –abarcó al resto de la agencia con un gesto-. Todo el tiempo te veo tirando ideas, sugiriendo frases y conceptos, corrigiendo titulares y haciendo observaciones sobre los diseños que hacen los demás. Es hora de que lo hagas en serio. Acá tenés un brief, una hoja y una lapicera. Empezá a escribir. En este punto yo ya había abandonado todo intento de protesta, y por dos motivos: uno, íntimamente yo sabía que como diseñador no era muy brillante que digamos; el otro, la propuesta (la orden, en realidad) me pareció de lo más interesante. Así que hice lo que Daniel me ordenó. Y descubrí, para mi sorpresa, que se me daba bastante bien. Además me gustaba y, tal vez por eso, me resultaba más fácil. Si a un cliente no le gustaba lo que había escrito, agarraba otra hoja y escribía otra cosa. Replantear un diseño, en cambio, era mucho más dificultoso, y esa dificultad se veía incrementada por mi ya señalada torpeza en la actividad. Sospecho, como dije al principio, que se podría sacar alguna conclusión interesante de esta historia. La primera y más obvia es que una opinión externa puede ayudar a ver cosas que, para uno, están ocultas. Daniel vio lo que yo era incapaz de ver y me lo dijo con una honestidad brutal que, en definitiva, me ayudó. Con suerte, mi experiencia ayudará a que a otros les pase lo mismo. Tal vez no se trate necesariamente de un diseñador que descubra que es redactor, o viceversa. Puede ser un creativo que de repente advierta que se desempeña con más comodidad en Cuentas, o el caso opuesto (conozco un asistente de cuentas que decidió trabajar de redactor, y hoy lo sigue haciendo de manera brillante y exitosa). Lo más simple y concreto es que si alguien siente insatisfacción por lo que hace, debería pensar si está haciendo lo que quiere. Y además, si está haciendo aquello para lo que es verdaderamente bueno. Es el mejor y más básico consejo de carrera que se puede ofrecer. (Quizás no debería terminar contando algo que, para algunos, invalida todo lo expuesto recién, pero lo voy a hacer de todos modos: Daniel, el jefe que determinó mi futura carrera, terminó internado en un hospital neuropsiquiátrico. True story.) Imagen cortesía de iStock
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