He trabajado como redactor durante once años, y en tantos años he conocido a muchos redactores. Los periodistas, para mí, son los mejores escritores, pues son capaces de abarcar, con pocas palabras, muchos hechos. Mis ídolos de la prensa son: Karl Kraus, Aldous Huxley, Hemingway y Talese. También creo que los poetas son grandes escritores, gentes capaces de escribir sobre cualquier tema con soltura. Pero los escritores de la prensa, recordemos, no son tan versátiles como los poetas. Un Neruda puede escribir como un Talese, pero un Talese no puede escribir como un Neruda.
Cuando hablo de poetas no hablo de personas que hacen versos, no: hablo de personas creadoras, de fraguadores de textos con fábula, con trabazón, por decirlo de algún modo, teatral, dramático.
Si tengo que poner a alguien a redactar un guión de radio para una campaña de «branding», prefiero al poeta. Pero si hay que redactar un guión informativo, prefiero al periodista. ¿Por qué el poeta y no el periodista en materias de «branding»? Porque el poeta sabrá transmitir una emoción. Los textos publicitarios de los poetas casi siempre son excesivos, sobrados. Los textos del periodista, en cambio, siempre se quedan cortos. Siguiendo el viejo dicho, más vale que sobre a que falte.
El periodista, cuando redacta un texto, todo lo reduce, todo lo sintetiza, y tal reduccionismo es bueno cuando vendemos productos industriales o especializados, pero no cuando vendemos emociones. Pocos se emocionan con la descripción de un motor o de una carretera (estilo de Proust), pero todos nos emocionamos leyendo la lírica de algún corredor profesional de automóviles (estilo de Talese). Casi todos los redactores novatos, jóvenes, son o creen que son poetas, y es normal tal creencia, ya que la juventud está hecha, sobre todo, de pasiones. Pero el buen poeta, decía el viejo Ezra Pound, sabe controlar la pasión, sabe qué hacer para que la pasión no se desborde hecha acciones torpes.
La cursilería, el «pathos», está en el exceso de adjetivos, así como en el desmesurado uso de la lírica y de actitudes contemplativas (el tono de Descartes nos fatiga rápidamente). La lírica puede escribirse en forma de monólogo o de diálogo. El redactor sin oficio que redacta un testimonial, por ejemplo, abusa del monólogo. Un monólogo estrictamente ordenado simplemente es inverosímil. Nadie habla con su consciencia usando discursos políticos. El diálogo, por su lado, es más fácil de tejer, pero más difícil de controlar, pues en él participan dos personas, esto es, dos pasiones.
El buen redactor, pienso, es dramático, como Shaw. Shaw no sólo pensaba en diálogos: también pensaba en acciones. Pero la acción, en un anuncio de televisión, no es lo más importante… pero tampoco lo es el diálogo. Lo más importante en un anuncio de televisión, como en una película, es la trama, el equilibro perfecto entre la palabra y el gesto, entre el grito y la acción, equilibro que podemos entender yendo al teatro o yendo a la ópera.
Lo más complicado al redactar publicidad es seleccionar qué emoción queremos comunicar y qué medios fotográficos, teatrales o audiovisuales sirven para cumplir nuestro objetivo. Confundimos la emoción con la pasión, el estado de ánimo con la actitud, lo substancial con lo accidental, la venganza con la dignidad, lo cómico con lo ridículo. Los redactores profesionales, casi siempre, son filósofos, personas que piensan con claridad, que ven las cosas con claridad, que disciernen, que separan.
Un mal redactor, al contar una historia de amor, hace que el amor esté en el hombre y en la mujer, en todos lados, en un pan con forma de corazón y en la ventana empañada por los vapores del sexo. El bueno, en cambio, hace que el amor sólo esté en un personaje. Ella ama, pero él es malo, un desgraciado al estilo Bataillé o Genet, planteemos. Él es trabajador, pero ella es una explotadora o manipuladora a lo Macbeth, pensemos.
Creemos que el público lee nuestras historias, y olvidamos que éste, más que leer ve, mira, observa. Las tramas de Cervantes, por ejemplo, son fáciles de comprender, pues cada personaje representa, sin perder su personalidad ni su humanidad, una emoción o sentimiento. El malo, por muy malo, sigue siendo humano, y tendrá momentos de piedad. El astuto, por muy bueno que sea, es humano, y posiblemente caiga en la estupidez de vez en cuando. El buen redactor sabe, entonces, combinar emoción, humanidad y realidad. Es mentira que el malo se alegra por todo lo malo y es mentira que el bueno siempre es idiota.
Los productos que vendemos, por ejemplo, también son personajes. ¿Quién le cree a un producto que es bueno hasta la estupidez o hasta la inocencia del emprendedor universitario? ¿Quién le cree a un producto que se dice malo todos los días y todo el día? Nadie. La exageración, anotemos, sirve para impresionar. Pero una impresión, sépase, no es duradera.
Lo más difícil de la redacción publicitaria o comercial consiste en decir la verdad sin mostrar debilidad.
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