Todo idioma, cuando se siente débil, echa mano de las metáforas y de las traslaciones. Un redactor es, sépase, un idioma ambulante, una literatura, un modo andante de la publicidad. No siempre tenemos ganas de escribir. No siempre estamos inspirados para redactar un guión. Cuando falte la inspiración acudamos a nuestras lecturas.
Mientras más leamos, mejor. Mientras más variadas sean nuestras lecturas, mejor. Pero es necesario distinguir tres tipos de lecturas. Hay lecturas que nos ayudan a mejorar nuestro estilo (muchos periodistas leen a Larra y a Azorín para acendrar sus letras), y hay las que nos dan sólo ideas (como la poesía simbolista de Francia), y hay, además, las que nos educan o informan.
Leer libros escritos por autores que escriben en español, como Cortázar, nos pulirá el estilo, nos enseñará trucos sintácticos y a respetar, hasta donde sea necesario, la gramática. Si hiciéramos caso absoluto de la gramática, dicen algunos escritores (los filósofos analíticos), nadie podría escribir nada, pues las reglas gramaticales, es decir, los formalismos del idioma, son rigurosos, estrictos, y limitan nuestra pluma, que deberá estar suelta o relajada para que las ideas, siempre móviles y sin forma, se delineen.
Leer ciencia ficción nos da ideas, nos estimula la imaginación. Leer traducciones de Bradbury, por ejemplo, acuciará nuestra mente para imaginar lugares con leyes físicas inauditas, o rostros fantásticos, pero no mejorará nuestro estilo. ¿Por qué? El inglés, nótese, tiene maneras sintácticas distintas a las españolas, y toda traducción se ve forzada a imitar, quiérase o no, la idiosincrasia de un idioma ajeno (nótese cómo la obra de Poe, traducida Gómez de la Serna, pierde frialdad sajona al ser vertida al español).
También están las lecturas educativas, las históricas, las sociológicas, las estéticas. De ellas aprendemos técnicas, métodos, ciencia, pero no a escribir mejor. Y ya que hemos despachado esta larga arenga, preguntemos: ¿qué es la redacción creativa? La redacción creativa crea imágenes nuevas (Ortega y Gasset veía en la historia un río, al modo de Heráclito), produce mensajes eficientemente (Whitman dice que la hierba es la «substancia verde de la esperanza»), mancha lo inmaculado (Nietzsche no habla de dioses, sino de ídolos, al modo de Bacon), junta cosas que nunca habían compartido una blanca hoja (por ejemplo, Spenser hizo esta joya: «cizaña de gloriosos rasgos»).
Podemos decir, si queremos hablar de la guerra, que los hombres hacen armas con las piedras, o que «Las cañas se vuelven lanzan», como expresó Cervantes. ¿Qué hay de nuevo en la segunda expresión? Nada. ¿Entonces? Crear es descubrir. Cervantes descubrió que las cañas y las lanzas tienen semejanzas que pocos han visto (otros han visto en la lluvia saetas del cielo, y otros, como los españoles del siglo de Felipe IV, veían en las lanzas o «picas» los pilares del Imperio de Hispania).
Descubrir semejanzas sirve, sobre todo, para crear símbolos en el cine. ¿Queremos simbolizar el movimiento del tiempo? Pues hagamos, como Oscar Wilde, que una pintura aparezca en la pantalla envejeciendo constantemente. ¿Queremos hablar de universalidad? Pues hagamos, como Whitman o como Pound, enumeraciones de cosas o uso de palabras de todos los idiomas. Esto es redacción creativa.
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