Ayer dediqué mis horas a la caminata, y recorrí Cholula, y fisgando las callejuelas y las puertas entreabiertas entreví infiernos particulares, indianos niños imprecando contra la corona paternal, madres apaciguando las iras de sus falanges, padres doblegando yunques y destinos, abuelos meciendo sus recuerdos, perros con más esperanza que comida, gatos sin abolengo, flores solitarias en paisajes de asfalto, árboles empolvados por la tecnocracia, amilanadas gentes que afanan, cotidianamente, cambiar su existencia. Caminé y observé balcones adornados con viejas y arrugadas prendas, muros con garabatos elocuentes, automóviles destartalados que sueñan jazz, es decir, un mundo barroco. Me detuve, y en la parte posterior del libro que cargaba anoté esta pregunta:
¿Podría describir lo que veo con un lenguaje clásico o marmóreo?
La respuesta fue negativa. Seguí caminando, y me topé con tres críticas señoras que hablaban de béisbol. Una de ellas musitaba estadísticas y afirmaba que su marido era el mejor jugador de la temporada. Otra, incrédula, apuntó que de nada sirve ser el mejor en un equipo perdedor. Un majestuoso perro, jadeando deprecaciones y bebiendo el viento porque no tenía agua, interrumpió mi husmeo, movió la cola, me escrutó los pies, me invitó a invitarle algo de comer, y viéndolo le hice esta pregunta a la Etnografía:
¿Podría conocer el amor que las señoras sienten por sus maridos a través de la jerga deportiva?
Encendí, tras batallar con el viento, un cigarro que me regaló, como dijo Valle-Inclán, una barba de humo, y llegué a una tienda de pinturas portando la facha de un intelectual barbado. Había en ésta cuadros de la Virgen, de la Cena Final, del Quijote con Sancho Panza, de frutas, de santos, y supe que tal retahíla de imágenes representa el imaginario de Cholula, o al menos el de la gente que la visita, y le pregunté a la Epistemología:
¿Es más elocuente la realidad que el arte?
No, y los cuadros lo demuestran. Avancé, columbré la iglesia que sobre las famosas pirámides de Cholula se postula como atalaya divina. Mi torpe contemplación se interrumpió merced a una palabrería inglesa que llegó a mí desde la profundidad de una calle de cepa indígena y española, esto es, saturada de objetos nativos con nombres castellanos. La recua de anglicismos era escupida por bermejos norteamericanos que, como griegos en Asia, de todo se asombraban. Viéndolos me pregunté si ellos, turistas, foráneos, verían mejor que yo, y le pregunté a la Antropología:
¿Puede uno narrar lo que observa sin caer en la parcialidad?
La curvada iglesia, apoyada en geométricas pirámides, me acució a comparecer ante ella. Avancé, y pregones de todas razas con vocingleros tonos de cenzontle me ofrecieron intocables trastes de cobre, lustrosos helados, sensuales collares, sombreros ridículos, alfombras encantadas, piñas aderezadas con moscas, manzanas melosas, música de serpientes, gruesas bicicletas, tálamos de tamales, inasibles tacos, tórculos de jamón o tortas, elotes maquillados con queso y chile, petrificados chícharos, cacahuates con mala suerte o salados, mangos viviseccionados, y al terminar el carnaval de ofertas enristré esta cuestión para la Literatura:
¿Podría omitir la metáfora y el mito para extractar la esencia de este mundo?
Frente a la iglesia cité unos versos de San Juan de la Cruz que bellamente se acomodaban a la arquitectura vislumbrada. Vi un sospechoso indígena bailando cual serpiente, oí explosiones festivas que me recordaron la mortalidad, vi cómo una señora frotaba una vela contra el cuerpo de su marido, oí cantos eclesiásticos que me recordaron a San Ambrosio y vi un pozo mágico. ¿Debe una narración hacerse para el oído o para el ojo? Ciertamente, sí, fue más lo que aprendí ayer a través de la oreja que de la vista.
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