Zenón, en célebre paradoja, demostró la imposibilidad del movimiento. Kafka, según Borges, reeditó la paradoja del antiguo pensador cortando páginas y capítulos de sus libros, que no explican lo narrado o lo relatado con la minucia del historiador, del tiempo. Los místicos judíos creían que jamás podríamos leer la página inicial que el Verbo, consustancial (`homoousios´) y apellidado por todas las cosas, había escrito. En las Escrituras leemos que en los inicios de los humanos tiempos todo era caos y que neblinas formaban la estructura del mundo. Santo Tomás quiso demostrar que la creación del mundo a partir de nada era quimérica ensoñación.
Podríamos multiplicar los ejemplos y los nombres de los pensadores que han procurado arrostrar el problema de los orígenes de la sociedad, pero preferible es, como querría Gastón Bachelard, pensar en lo que hay y no sólo en posibilidades convincentes. Poco importan los fatuos orígenes de una sociedad, pero mucho importa su historia. La sociología, que dedicada está a vigilar los movimientos de las sociedades, debe vigilarse trinitariamente, debe vigilar su aparato perceptivo (`intuitio´), sus métodos (`ratio´) y su epistemología (`imaginatio´), y preguntarse, sin temores, lo siguiente: ¿qué cabe esperar?, ¿cómo sabré que lo acaecido es lo esperado?, ¿qué estorbos mi percepción interferirán?
Para responder la pregunta primera ejemplo pongamos, imaginería fragüemos y viajemos, con la imaginación, hasta una remota sociedad que prohíbe, ocúrreseme ahora, las pantomimas. Yo, sociólogo, ¿veo pantomimas o veo mimética adoración de ídolos? O por mejor decir: ¿cómo sé que veo un objeto y no sólo la imagen de dicho objeto? Wittgenstein, en sus `Philosophische Bemerkungen´, imaginó tres golpes que tendrían su fundamento físico en una puerta, y preguntó: ¿cómo sé que habrá tres golpes y cómo sé que pueden producirse tres golpes? Enhiesto más preguntas: ¿qué distancia temporal ha de haber entre cada golpe para que yo sepa que tales golpes pertenecen al mismo campo semántico, o para ser ambiguamente precisos, al mismo puño?
Un pantomimo, para un hombre de clerecía, será un pecador (¿recordáis el Concilio de Ilíberis?), y para un místico un fantasma, y para una mujer de arrabal o hija de Emilio Zola una diversión será, y para Guilles Deleuze una representación de la poesía de Mallarmé será. Elucubrada la percepción, elucubrad el método registrador. Un sistema menor, sea cual sea, no puede captar holísticamente un sistema mayor, y menos proferir lo de Lope: «Creer que un cielo en un infierno cabe». ¿Por qué persiste la creencia anterior? Por gracia del «paradigma», que, como ha escrito Thomas Kuhn en su libro llamado `La estructura de las revoluciones científicas´, «funciona permitiendo la repetición de ejemplos cada uno de los cuales podría servir en principio para sustituirlo».
Un «paradigma» arquetipo es, y éste un molde es, un lente que acota la visión humana, sea la sociológica, sea la antropológica o la histórica. Un sociólogo paradigmático, dogmático, buscará siempre las mismas cosas en lugares diversos (platónicos), mientras que uno con los ojos liberados buscará cosas distintas siempre en el mismo lugar (aristotélicos). Analogías hagamos, y comparemos la lectura que hace un sociólogo con la que hace un literato. Un lector clásico, de los que antes buscan la gramática proposicional (`lectio´) y la literalidad estilística (`littera´), la interpretación sociológica (`sensus´) y la autoridad de las eminencias (`sententia´) que la libre intelección, siempre encontrará exégesis facsímiles en sus estudios, siempre se topará con referencias semejantes.
Para tales penurias soslayar y evitar retornos a la cultura propia (`ÜberIch´), preguntemos: ¿clareado está el sistema metafórico al que pertenece mi método? El lenguaje enloquece, diría Wittgenstein, porque ignoramos su gramatical estructura. Gracias a sorprendentes metáforas fenómenos deleznables simulan ser fantásticos, y gracias a metáforas baladíes fenómenos fantásticos son ignorados. El talmúdico modo de lectura de los rabinos mejor es que el modo escolástico, pues el primero busca el misterio al final de la razón (`Pshat´, `Drash´, `Remez´, `Sod´), y el segundo la razón al final del misterio. El sociólogo deberá, como Sherlock Holmes, buscar el misterio en la arbitraria razón, y no razones misteriosas.
Hemos abierto de la percepción las ventanas y las puertas del método también, y tiempo es de cimentadas epistemologías urdir, de hablar de la «vigilancia de vigilancia de vigilancia», según expresión de Bachelard (`Rationalisme appliqué), o de saber que sabemos, como decía Alain, filósofo. Ya sabemos que el «paradigma» nos desvía la atención, ya sabemos que los métodos nos desvían de la gran hermenéutica, y ahora sabremos cómo los fenómenos gramaticales y fenoménicos, epistémicos, trocan ambas cosas, los ojos y el lenguaje. Kant, en su `Crítica de la Razón Pura´, ha dicho que la estructura de nuestro cuerpo implícita lleva un modo de entendimiento y que imposible es experimentar otro. El sociólogo usa el juicio para pensar en lo que mira, y pensando esgrime dilectas categorías mentales, que pertenecen a la racionalidad o lógica de su pueblo, la cual siempre estará enlazada a una ideología económica, a una política, hija ésta de lo histórico.
Ejercitémonos en el arte del juicio, que no puede enseñarse, sino mostrarse, según las sentencias de Aristóteles. Supongamos que menester nos es pergeñar hipótesis sobre el politeísmo de algún pueblo oriental y que sólo tenemos nuestros métodos y nuestra percepción. ¿Qué con pobrísimas armas podremos ver? Ni lo histórico, ni el panteísmo, que en sus formas avanzadas produce adoración de materias, de astros, de ríos, de pozos, según cuenta Menéndez Pelayo, historiador. ¿Cómo saltar de la cosmovisión abstrusa a la religión sistemática? Escamoteando del histórico camino lo fútil. Bachelard, preclaro varón, ha escrito: «Este encadenamiento no puede exponerse en el tiempo continuo de la vida. La explicación de encadenamientos tan diversos requiere una jerarquía. Esta jerarquía está acompañada de un psicoanálisis de lo inútil, de lo inerte, de lo superfluo, de lo inoperante».
¿Por qué adorar una acuosa fuente? Por la escasez de agua (alucinación), por el tiempo histórico en el que fue descubierta (tradición) y por la abundancia de la misma (transmisión). ¿Podríamos descifrar lo que sucede en un rito con el ojo metódico puesto en las danzas y rezos que la tal fuente engendra? Sí con ojo de referencias libre y no acostumbrado a mirar la periferia, costumbre ésta occidental, pero no con uno de referencias hecho, de reverencias, de deferencias que impiden la delectación de diferencias. Grandes esfuerzos hizo el pensador Edmund Husserl para libertar nuestra percepción. En sus `Meditaciones cartesianas´, recordemos, Husserl meditó los fenómenos de la consciencia, de la percepción, de la «apercepción», como diría Leibniz, comentador de las mónadas, esto es, de los necios.
Husserl, hablando sobre «la reflexión», dice: «Ésta altera esencialmente la anterior vivencia ingenua, haciéndola perder el modo primitivo de `directa´, precisamente por hacer objeto suyo lo que antes era vivencia, y no nada objetivo. Mas la tarea de la reflexión no es repetir la vivencia primitiva, sino contemplarla y exponer lo que se encuentra en ella». La ingenuidad, la ignorancia, impide la lectura de cualquier fenómeno, texto o historia, y la alta erudición también. Unos de sencillez pecan, como Sancho Panza, y otros de culturalismo extremeño pecan, como el Quijote, que veía exequias en donde sólo había sequías. Si el «paradigma» combatido puede ser con «racionalismo aplicado», si el método ciego puede volver a ver debido al análisis lingüístico, la inocencia puede ser recuperada olvidando lo inútil, la onerosa vivencia que impide que el apasionado, engañado diez veces, vuelva a creer, a «dar la vida y el alma a un desengaño», como el verso de Lope de Vega dice.
Imagen cortesía de Fotolia.
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