Thomas De Quincey, de talante romántico y gustoso del lenguaje vivo, ambivalente, cuenta que Coleridge, en descarriada tertulia, propaló un secreto de Pitágoras, que abominada de las alubias y que usaba la palabra «alubias» para referirse a los «votos» que en la antañosa Grecia se hacían para elegir gobernantes. Pedir que se evitase comer las alubias servía para pedirle al político, alegóricamente, que no se robara los votos. Movido de su amor por la paradoja, Pitágoras jugó con el lenguaje, con la alegoría, que casi siempre sirve para hacer de lo malsonante un eufemismo. Como publicistas podemos usar palabras varias que signifiquen univocidades, así como senda palabra inmoble que refiera flexibles significados. Tales ardides sirven para crear nombres de marcas, logotipos y demás próceres simbologías eficaces para amagar la percepción del público. Fatídico error de publicista en ciernes es explicar en demasía sus argumentos, pues haciéndolo le quita a sus palabras toda magia, todo misterio (el judío le llama `Sod´ a la parte mística de sus textos). Otro error de publicista sin pericia es el de practicar la haraganería o tacañería argumentativa, so pretexto de buscar la eficiencia (la bruja que conjura yerra si se salta la pronunciación de alguna palabra, la que sea). El hipo no convence y la verborrea fatiga. Una palabra es como un color, y no hay color, los pintores lo saben, que sea puro, pues los pigmentos siempre están afectados por fenómenos químicos, físicos y ambientales. Wittgenstein, lingüista, declara (`Observaciones Filosóficas´): «La representación a que da lugar el octaedro es una `representación perspicua´ de ella». Tal representación no tiene lugar en el público, que sólo ve palabras aisladas (eslóganes por aquí), logotipos aislados (blasones por allá), argumentos aislados (canciones acullá). El público, que hoy considera que el silencio lujo es, padece zarabandas publicitarias, cúmulos de mensajes, constelaciones de mentiras, sistemas de promesas y más, e interpreta lo que lee u observa con los materiales que tiene a la mano. ¿De qué jaez son los tales materiales? De substancia ilógica. Un argumento no tiene que ser lógico, pero sí ambiguo y capaz de causar interpretaciones diversas en gentes diversas. «El color x no puede reconocerse como tal, si no va inserto en un campo de oposiciones semánticas, de igual forma que `humano´ no puede comprenderse, si no va inserto en su propio campo de oposiciones», comenta Umberto Eco en su `Tratado´. Descendamos del limbo semiótico al infierno publicitario, y leamos a Ferrer, que dice lo mismo que Eco, pero con léxico escuderil: «En el lenguaje publicitario se reflejan, especialmente, palabras de más de un significado, en la línea teórica de que cuantas más cosas se dan a entender, más gracia o ingenio hay en la frase. Los términos polivalentes son tradición y traducción del habla popular –en México forman parte de los albures– y constituyen una sustancia vital de lenguaje». A más polisemia, ¿más gracia? A más gracia, ¿más recordación? A más recordación, ¿más ventas? No por cierto. La palabra «memorable» sinónimo no es de «bondad» o de «placer». Un poema antiguo, castellano, dice: «En un medio está mi amor,/ y-sabe-él,/ que si en medio está el sabor,/ en los extremos la I-el». Dicho poema, citado por Gracián, fue escrito por anónimo autor (gran publicista era éste, creo), y el tal, se nota, encubrió el nombre Isabel («y-sabe-el») en su labor, y la culminó con las iniciales y letras finales del nombre de su adamada («I-el»). ¿Qué podemos aprender de esto? Tres lecciones, a saber: a pensar en sílabas (donosa costumbre que nos permite crear neologismos, nuevas categorías mentales), a pensar en símbolos (gracia útil para sintetizar ideas) y a conciliar contradicciones (habilidad dialéctica que causa risas y aprecios en todo lector, según las lecciones poéticas de Baltasar Gracián). Imagen cortesía de Fotolia.
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